viernes, 27 de febrero de 2009

La sombra del rotulista es alargada



Durante la primera edición del Telediario de hoy (TVE 1) ha tenido lugar un leve error técnico. En el transcurso de la información relativa a la campaña electoral en Euskadi, y sobre la imagen del líder del PP, ha aparecido el rótulo “Mariano Rajoy, candidato a lendakari”. No es la primera vez que se producen confusiones chuscas relacionadas con la rotulación de informaciones televisivas concernientes al Partido Popular. Televisión Española se ha apresurado a disculparse ante la formación política. Pues bien, este hecho me ha recordado un incidente similar –y, en cierto sentido, enigmático– que se produjo en nuestro país en 1986.

Se estaba celebrando el Campeonato mundial de fútbol en México, mientras en España se desarrollaba la campaña electoral de los comicios generales. La selección española acababa de vencer a Dinamarca por cinco goles, cuatro de ellos del muy popular Emilio Butragueño. La segunda edición del telediario abrió con las imágenes de la victoria y, en concreto, mostró el primer gol, marcado por el buitre. Mientras el balón entraba en la portería, en la franja inferior de la pantalla se sobreimpresionaba un rótulo inusual: PSOE.

Fueron sólo décimas de segundo, pero aquel fallo dio mucho que hablar. El rótulo “PSOE” no corresponde a objeto informativo alguno que pueda aparecer en una imagen. ¿De dónde procedía entonces? Los defensores del ente público afirmaron que podía ser una reliquia de campañas en las que sí se utilizaban títulos semejantes. Más tarde, el que había sido director de los Servicios informativos de TVE durante aquella campaña electoral, Enric Sopena, expresó sus dudas en torno al suceso: según Sopena, cabía la posibilidad de que se hubiese tratado de una estratagema para desprestigiar al propio PSOE.

Desde entonces, en España quedó claro que un fugaz rótulo televisivo puede esconder enrevesadas estrategias de manipulación política. Aquel incidente fue recogido en un libro, ricamente ilustrado con ejemplos publicitarios, que cayó en mis manos recién publicado y cuya lectura me impresionó no poco. Se trata del volumen de Eduardo García Matilla Subliminal: escrito en nuestro cerebro (Editorial Bitácora, Madrid 1990). La utilización de técnicas subliminales en ámbitos como la publicidad viene siendo objeto de estudio por parte de la psicología experimental, al menos, desde los años cincuenta. En el libro se alude a un artículo en primera página del London Sunday Times (10/06/1956) como primera referencia documentada al respecto. Eso sí, a esto habría que añadir que la reflexión en torno al impacto de lo estético en la formación del carácter y las opiniones nos acompaña desde la Antigüedad clásica – piénsese, por ejemplo, en La república de Platón.

García Matilla había ocupado como periodista distintos puestos en TVE y RNE; puesto hoy a rastrear su pista a través de Internet, constato que diecinueve años más tarde preside Corporación Multimedia. Ha sido grato reencontrar en la web al autor de ese libro que tanto me dio que pensar durante una época en la que orienté mis estudios hacia las Ciencias de la información. Y es que, ayer como hoy, la manipulación acecha con caracteres casi imperceptibles.

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En la imagen: captura de la pantalla en la que apareció sobreimpreso el rótulo objeto de polémica en 1986 (TVE 1, segunda edición del Telediario, 19/06/1986).

lunes, 23 de febrero de 2009

La dimisión y el tendero kantiano



He estado a punto de publicar esta entrada movido por el optimismo. Que un ministro envuelto en un escándalo dimita constituye, en principio, un signo de normalidad democrática: esa normalidad que tan rara parece en los últimos tiempos y que tanto deseamos en nuestro país. Ha tenido que aumentar –hasta niveles inéditos– la tensión entre la Judicatura y el ministerio de Justicia, y han debido salir a la luz irregularidades legales de distinta laya (caza sin licencia, connivencia aparente con el poder judicial) para que se imponga la cordura. Se trata de un sano ejercicio de autocrítica del ministro en cuestión.

Pero, como digo, me estoy dejando llevar por el optimismo. Y el buen Kant me disuade de ello. La imagen del tendero, con la que el filósofo prusiano ilustra la centralidad del deber en la acción moral (primer capítulo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1785), resuena aquí con evidente cercanía. Imaginemos un comerciante que aplica a sus productos la tarifa usual de precios, sin elevar la plusvalía de forma arbitraria; aparentemente, actúa conforme a la moral. Ahora bien: puede ser que este tendero no lo esté haciendo porque sea honrado, sino porque elevar los precios le restaría clientela. Esta sencilla imagen, que mis queridos estudiantes de Ética fundamental suelen acoger con interés, ilustra perfectamente las luces y las sombras del caso.

Ojalá brotase la dimisión susodicha de un reparo ético, de una metamorfosis de la intención. Pero los indicios dan al traste con tan felices augurios. El ex ministro los desmiente con impenitentes declaraciones. Y la estrategia política sugiere que lo que molestaba no era la inmoralidad (manifiesta o aparente), sino sus consecuencias electorales en los procesos de Galicia y Euskadi: las fotos y el trasfondo de la dichosa cacería presentaban demasiados resabios caciquiles como para seguir permitiendo que erosionasen la imagen del partido. Ay: de nuevo, el tendero deshonesto.

Al menos, la luz y los taquígrafos han traído consigo la reprobación, por muy interesada que ésta sea. Y aquí, de nuevo, el filósofo de Königsberg nos da una clave de lectura (esta vez, en Idea para una historia universal en clave cosmopolita, 1784): en una sociedad abierta, incluso la megalomanía de los gobernantes –aun cuando sólo les interesase preservar su cuota de poder– ha de contribuir al bien de los ciudadanos. La extremadamente complicada realización de este principio se entreteje con la irregular historia de nuestra democracia.

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En la imagen: “El baile de los zapatos de colores”, por Inti (fuente: www.flickr.com).

lunes, 9 de febrero de 2009

Desconcierto



Hace más de un mes que no escribo en mi blog. He seguido visitando las casas virtuales de mis amigos, que seguían reconfortantemente habitadas. Pero la mía no la he cuidado. Si me pregunto el porqué de esta dejadez transitoria, sólo se me ocurre una respuesta: por el desconcierto.

Durante los últimos meses ha crecido en mí la sensación de desconcierto. A ello ha contribuido decisivamente la preocupante situación de nuestro país. Mutatis mutandis, el dolor Spaniae de los noventayochistas se podría reeditar hoy sin dificultad. La pobre preparación intelectual de nuestros gobernantes y su escasa estatura moral nos han dejado precipitarnos en una crisis que tiene visos de retroalimentarse largamente.

Y no me refiero sólo a la grave recesión económica. Antes aún se encuentra el desplome de un sistema de enseñanza que, pese a la buena voluntad de profesores e implicados, no logra hacer frente a las secuelas de leyes educativas que han relegado la búsqueda del saber, la transmisión de conocimiento y el esfuerzo. Un desplome suficientemente acreditado por distintos organismos internacionales y por el desánimo de tantos profesores de enseñanzas medias. Sólo hace dos meses, un vocal asesor del Ministerio de Ciencia -Gregorio Planchuelo- me dijo, en respuesta a una pregunta que le formulé, que "no le consta" semejante crisis. No resulta extraño. Tampoco divisaban la crisis en el horizonte los "expertos" económicos del ministerio contiguo. Como a muchos no consta desfondamiento moral alguno en la trama errática de nuestra política internacional, en la ruptura de las solidaridades entre las regiones o en el despilfarro masivo de algunos jerarcas territoriales.

Creo que esa inquietante falta de consciencia -sea real o fingida- ha influido no poco en mi desconcierto. Es como si hubiera cada vez más gente que no estuviera en su sitio (Lolamundi dixit). Gente que juega a regir los destinos de un país. Gente que juega a ingeniería social. Que juega el juego del lujo despótico. Que juega a contar mentiras, a manipular las verdades. A entretener en televisión. A captar el voto de los que no saben. A ignorar la realidad de aquellos a los que votan. A disimular. Un disimulo colectivo, alucinante, casi insoportable.

La creciente impunidad de los que destruyen da miedo. Maltratan el tejido político, económico y cultural de nuestra sociedad sin que se les borre la sonrisa de la cara. Sin rendir cuentas (porque, a menudo, tampoco se las pide nadie). Cuando algunos periodistas se atreven a recriminarles en voz alta sus atropellos, ellos miran a otro lado y hablan de "conspiración". Me inquieta la impunidad que se arrogan. La autoexención de responsabilidades -en nombre del colectivo, de la ideología o de un inexorable signo de los tiempos- es síntoma inequívoco de los totalitarismos de toda laya. Y es inhumano. El ejercicio de nuestra libertad nos convierte en sujetos responsables; sólo un materialismo eliminativista -o una hipocresía estólida- puede negar este dato antropológico.

El próximo jueves, 12 de febrero, es de nuevo el aniversario de Immanuel Kant. El ya anciano y consumido filósofo falleció en un gélido Königsberg hace 205 años. Pese al doloroso retroceso de sus capacidades intelectuales, afirmaba con orgullo que no había perdido el respeto hacia la Humanidad. Respeto hacia la Humanidad, reconocida y apreciada en los otros y en nosotros mismos: precisamente aquí se dirime el futuro de una civilización, la diferencia entre una crisis de crecimiento y el abandono culpable a una senilidad que produce monstruos.

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En la imagen: "El sueño de la razón produce monstruos", de Francisco de Goya y Lucientes (capricho nº 43, 1797-1798, dibujo preparatorio). Museo del Prado, Madrid.