Soy uno de los valencianos –en mi caso, de adopción– que siguieron el emocionante
informativo non stop con el que
concluyeron los estertores de su agonía. Pensaba
yo en septiembre, cuando me incorporé al claustro de la Universidad de Valencia,
que Canal 9 habría sido mi aliado en el aprendizaje de la hermosa lengua
valenciana; no podía imaginar que sólo llegaría a tiempo de asistir a su
ejecución.
La indignidad que envuelve lo sucedido presenta tres facetas. La más visible,
el comportamiento de la Generalitat. Su decisión no ha estado precedida por un estudio
detallado y público de las previsiones económicas ligadas a los escenarios
posibles; en particular, de las relacionadas con el mantenimiento de una
plantilla reducida e inferiores salarios, habida cuenta de los compromisos ya
adquiridos y de los costes asociados al cierre. Tratándose de un órgano tan
significativo en la difusión del patrimonio cultural, llevar a cabo y
publicitar esas previsiones constituía un mínimo democrático.
La segunda indignidad se agazapa en la noche elegida para el fundido en
negro. Que a los trabajadores se les comunicara el procedimiento a las 03.03 h.
y que una hora después los liquidadores presentaran denuncia por usurpación de
instalaciones ofrece una imagen bandidesca del modus operandi gubernamental. Claro está que se pretendía evitar
que el canal se convirtiera, al rebufo de los hechos consumados, en una
plataforma libertaria aún más crítica de lo que había sido durante las últimas
semanas. Lo cual nos lleva a lo siguiente.
Varios periodistas han pedido perdón por la manipulación a la que se sometieron
durante los años de gloria del gobierno autonómico; de ahí el protagonismo postrero
del accidente de metro o de la instrumentalización de la visita papal por parte
de la red Gürtel. Parece fácil
deducir que, de no producirse el efecto dominó desencadenado por la última
contratación masiva, hubieran seguido prestándose a esa injerencia.
Estas tres coordenadas definen la magnitud del oprobio y suscitan sendos interrogantes. ¿No existían
soluciones practicables, preferibles a destruir lo construido? De ser así, ¿resultaba
preciso recurrir a un procedimiento tan deplorable? Y finalmente: ¿había que
llegar a este extremo para gozar de una efímera primavera expresiva? ¿Es
necesario que la garra de la crisis nos hiera en nuestras carnes para que
antepongamos la verdad y la justicia a nuestro propio interés?
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En la
imagen: momento de una grabación emitida en Canal 9 (fuente: flickr.com).