martes, 24 de noviembre de 2009

Renacer



Ayer recibí un lacónico sms de una persona que me quiere bien, y que tuve el honor de contar entre mis estudiantes. El mensaje sonaba más que escueto: “Escribe”. Escribe, sí. Debo escribir. En mi descargo (por el silencio de las últimas semanas) diré que han supuesto para mí una experiencia del tiempo inédita en su vertical intensidad.

Sólo dos meses y pocos días distan de aquel 18 de septiembre, gozne de una nueva –y ya gozosa– etapa de mi vida. La reorganización en múltiples ámbitos, con la consiguiente quiebra de la rutina, ha provocado en mí una sensación de desfondamiento temporal y de apertura de cauces nuevos y meandros insospechados. La vida fluye enigmática, grave y ligera a un tiempo.

Sí, con gusto obedezco a la categóricamente imperativa estudiante de mi ya antigua Universidad. En realidad, no había dejado de escribir. Una súbita oleada de trabajo me ha mantenido haciéndolo durante las últimas semanas: sobre Kant, sobre Darwin –hoy se cumple el sesquicentenario de la aparición de On the Origin of Species en las librerías de Londres–, sobre Stein, sobre el problema mente-cerebro. Nuevos horizontes se abren. El desfondamiento servía de transición hacia una realidad más vasta. Morir para vivir: la cadencia perpetuamente renovada de la Naturaleza.

Ésta es una de las enseñanzas que las peripecias de los dos últimos meses me corroboran. La exhortación bíblica a no hacerse imágenes de los ídolos de este mundo posee un calado mayor de lo que quizá pensamos. Yo sólo consigo atisbarlo. El idólatra queda aferrado a una representación rígida de lo que le rodea y de sí mismo, que deviene mueca privada de espontaneidad. Ningún proyecto, ninguna imagen compensa esa privación. La libertad espiritual, tal y como la entiende el Cristianismo, aúna la grave responsabilidad de sí con una despreocupada confianza en la Providencia. He ahí el fundamento de una perseverancia insobornable e ingrávida. A ese volar libre se le llama nacer de lo alto.
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Ilustro esta entrada con una perspectiva de la costa mediterránea, que tomé junto a La Manga del Mar Menor (Murcia) el 01/11/2009.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El desafío del crucificado



Desde ayer, Italia está siendo escenario de un significativo fenómeno popular. Se da la circunstancia de que una ciudadana de origen finlandés, Soile Lautsi, había solicitado en 2002 que se retirase el crucifijo del aula donde recibían clase sus hijos (en Abano Terme, Padua). La negativa de las autoridades locales, regionales y nacionales y su perseverancia había llevado el caso hasta el Tribunal de Derechos Humanos que tiene su sede en Estrasburgo, Tribunal que recientemente ha fallado a favor de la madre. La reacción de los italianos –tanto de un signo político como de otro– ha sido sorprendentemente rotunda: la mayoría parece considerar el fallo de Estrasburgo una injerencia en las tradiciones culturales del país.

Personalmente, no soy hombre de muchos símbolos. Es más, a veces me comporto de forma calladamente iconoclasta. En casa no los tengo, a excepción de un icono. Reconozco –¡por supuesto que sí!– su valor antropológico; no obstante, pesa más en mí la idea de que el cristiano está llamado a encarnar a Cristo en su persona. Se trata de que los hombres reconozcan a Cristo en otros hombres.

Soy consciente de lo lejos que me encuentro de ese ideal. Mis pecados me resultan demasiado evidentes, y me pesan. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer la fuerza que brota del Evangelio, y la misericordia que experimento a diario. Esa fuerza y esa misericordia están grabadas a fuego en la historia de mi vida, con sus grandezas y sus miserias.

Por eso, la cuestión de los símbolos me resulta algo ajena. Con todo, hay en esta polémica un aspecto importante, que –a mi juicio– la ideología suele hurtar a la mirada. Me refiero a lo siguiente: ¿por qué resulta incómoda la presencia de un crucifijo en un aula? La sentencia de la Corte de Estrasburgo establece que constituye “una violación de la libertad de los padres para educar a sus hijos según sus convicciones y [una violación] de la libertad de religión de los alumnos”. Pretender que la presencia de un crucifijo en un aula coarte la libertad educativa o religiosa me parece, sencillamente, surrealista.

Pero intentemos razonar con algo más de rigor. Alguien me podría decir que el crucifijo es un símbolo cuyo valor no reconocen todos los estudiantes ni profesores. Es cierto: no todos los miembros de la comunidad educativa reconocen el mismo contenido en un símbolo religioso como el crucifijo. Sin embargo, todos ellos pueden encontrar en él un valor: para unos, el lugar donde Dios mostró su amor incondicional hacia el mundo, amor encarnado en el rostro del Cristo exánime; para otros, la prueba del heroico y ejemplar olvido de sí de un hombre que predicó la fraternidad activa; todavía para otros, el recordatorio subversivo de que los poderes de este mundo acogen mal la crítica de sus corrupciones y mezquindades. El crucifijo encierra un simbolismo polivalente. Pero entonces, ¿a qué se debe el rechazo…?

Mucho me temo que, en muchos casos –y más allá del lícito debate en torno al carácter secular de las aulas–, el rechazo del crucifijo se deriva de una radical incomprensión de lo que es el Cristianismo. Se lo considera una institución de poder, que pretendería extender (o mantener) sus tentáculos incluso en los ámbitos simbólicos (asimilados, pues, a órganos de propaganda). Se trata de una deformación de la esencia del Cristianismo, que pesa sobre algunos grupos sociales. No por casualidad, Soile Lautsi forma parte de la Unión de Ateos Racionalistas.

Me pregunto, entonces, qué actitud adoptar en esta coyuntura. Aprecio el valor cultural de la presencia del crucifijo, y reconozco que puede inspirar tanto a creyentes como a no creyentes. Ahora bien: me da la impresión de que, en nuestra polarizada España, una defensa militante del mantenimiento del crucifijo en las escuelas emitiría un mensaje ambiguo: no sólo no acercaría a Cristo a los hombres –que sólo pueden descubrirlo encarnado en otros hombres–, sino que podría sugerir que está en juego una cuota de poder (visual). Y el poder no es el camino. El camino es el servicio, que con tanta generosidad está prestando la Iglesia a nuestra sociedad en crisis. Un servicio que brota del amor y de la unidad.

La sentencia de Estrasburgo será recurrida. Suceda lo que suceda en esta partida, el auténtico desafío se juega en otra parte. Y ahí no se trata ya de símbolos, sino de realidad encarnada. Bellamente se dice en el título de una cantata de Bach: “Corazón y boca y hechos y vida”.
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En la imagen: “Cristo muerto”, de Antonello da Messina (1476).