A partir de las invasiones napoleónicas, la historia del nacionalismo quedó entreverada con las vicisitudes europeas. Se encendió entonces una fiebre que eclosionaría, una centuria después, en las guerras mundiales. Ya en los años veinte del pasado siglo, un grupo de intelectuales liderados por Richard von Coudenhove-Galergi vislumbró en la solidaridad el camino para evitar repetir la historia; Aristide Brian fue uno de los primeros en prestarles voz política. Ahora bien: para alcanzar una paz duradera se haría preciso depositar parte de la soberanía en una entidad supranacional que vehiculase la cooperación. Fue el rumbo que se retomó tras la segunda guerra mundial para dar lugar –bajo los auspicios de Schuman, Adenauer, Monnet y De Gasperi– a diferentes formas de unión comercial y a su precipitado político en la Unión Europea.
Estoy convencido de que ésta es la senda del futuro. Mis años de residencia en otros países de la UE me han persuadido de que los europeos somos primos hermanos. A los múltiples lazos que nos unen –carácter, cosmovisión, historia, intercambios de todo tipo– se suman hoy objetivos estratégicos insoslayables. El patrimonio espiritual, científico y jurídico de Europa no ha sido conquistado de una vez por todas; no promoverlo equivale a dejarlo a merced de fluctuaciones de poder que pueden arrinconarlo por la fuerza de las armas, la adormidera del consumo o la furia de nuevos nacionalismos. A ese bagaje pertenece el haber edificado la convivencia –parcial y faliblemente, sí, pero con éxito– sobre la autonomía de la conciencia individual, la dignidad de la persona y la cura de los desfavorecidos. Tener una voz en el mundo implica disponer de la capacidad para intervenir en los procesos globales que nos afectan; sólo unidos podremos hacer oír nuestra voz en el concierto mundial.
Fomentar la disgregación es, en este contexto, un modo eficaz de recular hacia el pasado. Se recula porque se da pie a repetir errores históricos; y se hace de modo eficaz porque la apelación nacionalista al sentimiento hurta a la ciudadanía la auténtica trama del proceso.
A la luz de todo ello, la deriva que durante los últimos años ha experimentado la vivencia legítima de la legítima identidad catalana me parece un despropósito. Nada obstaba a que distintas y atendibles reivindicaciones económicas y sociales hubieran recibido una respuesta razonable en el marco de una convivencia enriquecedora para todos. En lugar de eso, la falta de imaginación de los gobernantes implicados ha dado lugar a un desgarro –cuyas heridas tardarán en cicatrizar– solemnemente escenificado en la conferencia de Artur Mas en el Fòrum de Barcelona el 25 de noviembre de 2014.
Para ello se ha seguido una serie de pasos que ilustran lo que no se debe hacer en política. Entre ellos se encuentran los siguientes: (1) se ha asumido que la propia identidad hunde sus raíces en un pasado traumático que no sólo condiciona sino que determina el rumbo del futuro; (2) a la hora de proyectar ese futuro se ha recurrido a un sentimiento pretendidamente inapelable, a saber, el de pertenencia unívoca a una identidad catalana que excluiría la vinculación identitaria a España; (3) con ello, la perspectiva ha quedado restringida a un ámbito subjetivo y localista, poco atento a las tendencias geopolíticas globales; (4) en ese cálculo se ha perdido de vista el horizonte de la solidaridad, obstaculizando no sólo la identificación con el proyecto supranacional español sino socavando también el fundamento teórico que podría hacer viable y creíble una futura reincorporación a la UE.
Como alambicada síntesis de esos errores, el horizonte de problemas se ha reducido a la tensión política entre independencia y continuidad y al conflicto social entre referéndum popular y régimen constitucional. En cambio, el auténtico desafío tiene que ver con el modo en que se pueda gestionar de forma progresista sociedades culturalmente específicas y globalmente interconectadas. El dilema catalán discurre por vía muerta a causa de la carencia de imaginación política de tirios y troyanos. Pero hay ideas originales que ayudarían a reorientar el rumbo. Pienso, por poner un ejemplo, en la propuesta de Pasqual Maragall en 1992 de convertir Barcelona en co-capital de España, recogida por Pere Navarro veinte años después y recordada por Higinio Marín en un reciente artículo de prensa. La riqueza cultural y las raíces históricas de Cataluña lo justificarían; se trataría de un gesto simbólico en la dirección de un federalismo al que estamos de hecho muy próximos y que requiere un articulado legal. Es sólo un ejemplo. Se podría y debería ensayar vías imaginativas de entendimiento para las que se precisa coraje y visión a largo plazo.
Tras décadas de tiempo mal empleado, plantear el asunto de un modo que responda mínimamente a la complejidad de nuestro siglo XXI costará años de trabajo; por el camino quedarán conflictos personales, familiares y colectivos a los que se ha dado pábulo reeditando una fiebre del siglo XIX. Puesto que los procesos históricos no se hallan determinados por ninguna lógica forzosa, nuestra sociedad está a tiempo de impedir que este sueño genere monstruos. Pero no lo logrará sin cultivar una virtud política que hoy parece olvidada: la imaginación a la hora de buscar el bien común.
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Artículo propio publicado en el diario Levante de Valencia (29/11/2014). En la imagen: detalle del retrato de Luis XIV de Francia pintado por Hyacinthe Rigaud en 1702 y conservado en el Palacio de Versalles.
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