lunes, 20 de diciembre de 2021

Vacunación y libertad

 









Versió original en valencià

La libertad se da siempre dentro de condicionamientos: sociológicos, biológicos, biográficos y de toda índole. Hay muchas maneras de vivirla y también de ponerle la zancadilla. En la experiencia humana, vivir libremente implica también tener delante la posibilidad existencial del mal. Si puede discutir si elegir de hecho el mal es una opción que puede acrecentar la libertad o si más bien –así lo pienso– la puede menguar hasta el punto de envenenarla, de hacerla imposible. Se trata de temas estimulantes, objeto de debates filosóficos con profundas consecuencias prácticas.

Estos días, en el marco de restricciones establecidas a raíz de la pandemia por COVID-19, podemos observar una consecuencia del modo de entender la libertad. No pocas personas se han manifestado en muchos lugares contra la vacunación, alegando la propia libertad. El porcentaje me parece proporcional al talante político de las sociedades: así, en países con fuerte presencia de opciones liberales, como Austria y el Reino Unido, un grupo poblacional no mayoritario pero tampoco desdeñable ha rechazado vacunarse; a ello ha seguido, en paralelo a la disminución de las restricciones sociales, el aumento exponencial de los contagios, que ha llevado a nuevas medidas restrictivas (la más dura, hasta ahora, el nuevo confinamiento en Austria).

En nuestro país, el porcentaje de negacionistas, o de personas para las que no vacunarse constituye un signo de libertad, es sensiblemente menor. No obstante, han hecho sentir su voz. Hace pocos días, en un diario valenciano se publicaba un significativo artículo de opinión, firmado por el abogado Alejandro Álvarez: “Estoy vacunado, pero…” (Las provincias, 04/12/2021, p. 29). El texto no tiene desperdicio. 


En el primer paso argumental, el autor pone en pie de igualdad la vacunación con la objeción de conciencia (como, por ejemplo, en la actuación de médicos y farmacéuticos ante la posibilidad de procedimientos abortivos). Una y otra estarían enraizadas en la libertad de conciencia. Dicha objeción no impediría el bien común: “El hecho de que una persona o un grupo de personas se oponga no impide ni bloquea aquello que la norma pretende”. Ante la posible objeción de que eso no sea así de hecho, recuerda que “vivir en comunidad implica un peligro/riesgo en sí (y ya lo decía Locke): estamos a expensas de que una persona con SIDA o tuberculosis contagie a otro; o de que un fumador pasivo enferme por el tabaco de otros”.

Se trata, remacha, de “poder decidir sobre algo tan íntimo como la negación o aceptación a que alguien inocule un cultivo extraño en el propio cuerpo”. De ello extrae un corolario de altos vuelos: con medidas restrictivas como impedir el acceso a espacios públicos cerrados cuando no se tiene el pasaporte COVID, “estamos actuando igual que en los peores regímenes”, esos donde se impone un poder totalitario. “Por todo esto”, concluye, “yo –que estoy vacunado– defenderé la libertad de aquellos que no quieren vacunarse”.

La argumentación gira, pues, en torno a la garantía de opciones: si quiero ser libre, también he de serlo para no vacunarme. Sin embargo, lo mollar se halla, a mi juicio, en la calidad moral de la acción. No vacunarse, ¿sería un acto neutral? ¿No implicaría mal alguno para la comunidad? ¿Podría ser equiparado a una objeción de conciencia que no pusiese en peligro bienes fundamentales…?


A mi parecer, la respuesta es negativa. Disponemos de suficientes evidencias científicas sobre la transmisión del virus. No vacunarse y pretender acceder igualmente a espacios públicos cerrados sí impide y bloquea lo que la norma pretende (combatir una enfermedad destructiva para la salud, la economía y la libre realización de las personas). Recurrir a la afirmación de que vivir en sociedad ya implica un riesgo es, lisa y llanamente, una falacia. Fijémonos en los ejemplos: para que una persona con VIH contagie a otra hace falta contacto sanguíneo o sexual sin protección; para que alguien se enferme a causa de un fumador se precisa condiciones de convivencia. En cambio, que una persona no infectada por COVID se contagie en un espacio público no implica conocimiento ni voluntariedad, más bien al contrario: ha ido allí confiando en la buena voluntad de quien tiene al lado.

Quizá exista una forma no falaz de defender la compatibilidad entre la no vacunación y la salud pública. Ser responsable implica hacerse cargo de las consecuencias de los propios actos. Visto que el acto de no vacunarse abona la propagación del virus, la persona en cuestión habría de abstenerse durante la pandemia de ir a espacios públicos cerrados, donde el hecho de quitarse la mascarilla y hablar implicase un riesgo. No creo que fuese suficiente, pero al menos sería coherente. 

Sin embargo, el hecho de que las restricciones asociadas al pasaporte COVID hayan levantado polvareda entre los negacionistas –y entre aquéllos que no lo son pero se sienten concernidos, como el autor del citado artículo– pone en evidencia que dichas personas no están dispuestas a aceptarlas. Es decir: no quieren renunciar a determinados beneficios que la sociedad les ofrece, aun cuando están poniendo en riesgo la misma sociedad de la que quieren beneficiarse.


Tras un argumento correcto –ser libre implica la posibilidad de hacer el mal– se esconde, consciente o inconscientemente, que se está apoyando una acción, sostenida en el tiempo, contraria al bien común. Y se hace contra las evidencias científicas. A pesar de que se podría minimizar el riesgo, renunciando a los actos de socialización en espacios cerrados, se reclama el derecho a participar en ellos: un beneficio sin responsabilidad. Ahora bien: contribuir a la preservación de una sociedad que posibilita la libertad individual es un bien, incluso un deber del individuo (¡y así lo defiende, entre tantos otros, el propio Locke!).

Vacunarse es un acto de ciudadanía. Todos y todas podemos caer en actos insolidarios y a veces lo hacemos. Un modo de ayudarnos es llamarnos la atención, los unos a los otros, cuando eso sucede. Más allá de eso, un Estado democrático debe cooperar a proteger los bienes más preciados. Una medida como el pasaporte COVID sigue esa senda. Más aún: tiene un efecto formativo. Nos mueve a darnos cuenta de que tenemos responsabilidades hacia los demás. Nos ayuda a reconocer al otro, a cuidarlo. Al hacerlo, la libertad y el bien común se dan la mano. 


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Artículo propio publicado en el diario Levante (11/12/2021). En la imagen: el centro "Nou Benicalap", uno de los espacios públicos habilitados en Valencia como centros de vacunación COVID-19 [foto propia tomada el 06.06.2021.]

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