Ayer recibí un lacónico sms de una persona que me quiere bien, y que tuve el honor de contar entre mis estudiantes. El mensaje sonaba más que escueto: “Escribe”. Escribe, sí. Debo escribir. En mi descargo (por el silencio de las últimas semanas) diré que han supuesto para mí una experiencia del tiempo inédita en su vertical intensidad.
Sólo dos meses y pocos días distan de aquel 18 de septiembre, gozne de una nueva –y ya gozosa– etapa de mi vida. La reorganización en múltiples ámbitos, con la consiguiente quiebra de la rutina, ha provocado en mí una sensación de desfondamiento temporal y de apertura de cauces nuevos y meandros insospechados. La vida fluye enigmática, grave y ligera a un tiempo.
Sí, con gusto obedezco a la categóricamente imperativa estudiante de mi ya antigua Universidad. En realidad, no había dejado de escribir. Una súbita oleada de trabajo me ha mantenido haciéndolo durante las últimas semanas: sobre Kant, sobre Darwin –hoy se cumple el sesquicentenario de la aparición de On the Origin of Species en las librerías de Londres–, sobre Stein, sobre el problema mente-cerebro. Nuevos horizontes se abren. El desfondamiento servía de transición hacia una realidad más vasta. Morir para vivir: la cadencia perpetuamente renovada de la Naturaleza.
Ésta es una de las enseñanzas que las peripecias de los dos últimos meses me corroboran. La exhortación bíblica a no hacerse imágenes de los ídolos de este mundo posee un calado mayor de lo que quizá pensamos. Yo sólo consigo atisbarlo. El idólatra queda aferrado a una representación rígida de lo que le rodea y de sí mismo, que deviene mueca privada de espontaneidad. Ningún proyecto, ninguna imagen compensa esa privación. La libertad espiritual, tal y como la entiende el Cristianismo, aúna la grave responsabilidad de sí con una despreocupada confianza en la Providencia. He ahí el fundamento de una perseverancia insobornable e ingrávida. A ese volar libre se le llama nacer de lo alto.
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Ilustro esta entrada con una perspectiva de la costa mediterránea, que tomé junto a La Manga del Mar Menor (Murcia) el 01/11/2009.
Sólo dos meses y pocos días distan de aquel 18 de septiembre, gozne de una nueva –y ya gozosa– etapa de mi vida. La reorganización en múltiples ámbitos, con la consiguiente quiebra de la rutina, ha provocado en mí una sensación de desfondamiento temporal y de apertura de cauces nuevos y meandros insospechados. La vida fluye enigmática, grave y ligera a un tiempo.
Sí, con gusto obedezco a la categóricamente imperativa estudiante de mi ya antigua Universidad. En realidad, no había dejado de escribir. Una súbita oleada de trabajo me ha mantenido haciéndolo durante las últimas semanas: sobre Kant, sobre Darwin –hoy se cumple el sesquicentenario de la aparición de On the Origin of Species en las librerías de Londres–, sobre Stein, sobre el problema mente-cerebro. Nuevos horizontes se abren. El desfondamiento servía de transición hacia una realidad más vasta. Morir para vivir: la cadencia perpetuamente renovada de la Naturaleza.
Ésta es una de las enseñanzas que las peripecias de los dos últimos meses me corroboran. La exhortación bíblica a no hacerse imágenes de los ídolos de este mundo posee un calado mayor de lo que quizá pensamos. Yo sólo consigo atisbarlo. El idólatra queda aferrado a una representación rígida de lo que le rodea y de sí mismo, que deviene mueca privada de espontaneidad. Ningún proyecto, ninguna imagen compensa esa privación. La libertad espiritual, tal y como la entiende el Cristianismo, aúna la grave responsabilidad de sí con una despreocupada confianza en la Providencia. He ahí el fundamento de una perseverancia insobornable e ingrávida. A ese volar libre se le llama nacer de lo alto.
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Ilustro esta entrada con una perspectiva de la costa mediterránea, que tomé junto a La Manga del Mar Menor (Murcia) el 01/11/2009.