Hay algo en la Navidad que me inquieta. Y que me hace
desconfiar. Me refiero a la carrera alucinada por convertirla en un festival
consumista, que cada vez comienza antes y desentona más con la realidad
mostrenca de los que carecen de tantas cosas. Denostar ese hipócrita espíritu navideño me suele parecer un
ejercicio de salud mental.
Y, sin embargo, ésta es sólo una verdad a medias. En su
faceta auténtica, la Navidad constituye una honda mediación cultural enraizada en el Evangelio cristiano: el deseo
de comunicar a todos, creyentes y no creyentes, que el Universo
entero vibra al acorde de un sentido profundo y que ese sentido consiste en el
amor: un amor originario, incondicional, que busca ser respondido desde la
libertad.
El espíritu de la Navidad se traduce en una red de
actitudes de las que nos hallamos profundamente necesitados. El encuentro y la acogida
que de ella emanan destilan el antídoto contra la codicia capitalista y el
consumo insolidario. El Niño de Belén y el ideal que habita en nuestro corazón se
dan la mano: la Navidad
hace vibrar el germen mejor de nosotros mismos.
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En la imagen: "El recién nacido", de Georges de La Tour, hacia 1645 (museo de Rennes).
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