«Europa es como un gigantesco matadero humano. Toda la civilización, creada mediante el trabajo de muchas generaciones, está abocada a la destrucción. La barbarie más salvaje celebra hoy su triunfo». Era Leon Trotsky el que así aludía, en septiembre de 1915, a la tragedia que se cebaba en el continente europeo en los inicios de la Gran guerra.
Europa tiene dos
vidas. Una de ellas transcurre a la sombra de la cizaña y del enfrentamiento.
En la otra, los parientes de sangre –hermanos, primos hermanos– se reconocen mutuamente
en su pluralidad y riqueza. Nosotros, europeos del siglo XXI, nos hemos
acostumbrado a la vida de luz y concordia. Pero la búsqueda del interés
excluyente, el rugido de la violencia ancestral –origen de esa desgana de
cultura barruntada por Freud– sigue al acecho. Y hemos de elegir.
Lo europeo nació,
junto con la historia de la ciencia, a caballo de la transición del mito al
logos. A orillas del Egeo, en torno al siglo V a. C., los habitantes de la
Hélade emprendieron su aventura; la racionalidad narrativa del mito quedó
modulada por la racionalidad que persigue las causas de lo real. Ese camino
llevaría, a través de complejos meandros, a la revolución científica del XVII y
a sus proyecciones en las distintas ciencias. Europa sirvió como laboratorio de
un modelo de explicación del mundo con vocación de globalidad.
Lo europeo nació, a la
vez, con la historia de la comprensión filosófica del hombre. De ella brotó una
cierta sensibilidad y una determinada ética. La cultura grecolatina se halla
transida por la identificación de una diferencia, de una escisión entre lo
meramente animal y lo humano, que alcanza su cifra más elevada en la noción de
piedad. Entre los sentidos de la pietas
descuella la relación de reconocimiento de los hijos hacia los padres y la
gratitud por lo recibido. Así, el Derecho romano se vertebra en torno a los
deberes que el ciudadano contrae hacia sus ancestros, sus coetáneos y el
Estado.
Lo europeo nació,
finalmente, a la luz de una tradición religiosa. En ella se incorporaba el
diálogo con la filosofía y la pietas
grecolatinas, engarzadas en la lectura de la existencia con la clave de la idea
judaica de filiación. Esa idea de filiación fue transmutada por la de
hermandad: Dios y el ser humano quedan emparentados por el abajamiento del
Hijo, hecho hombre para compartir la suerte de los hombres. Se sigue de ello
una solidaridad radical entre individuos y pueblos que se halla en la entraña
del cristianismo.
La raíz de Europa
reside, pues, en una triple unidad. Racionalidad científica, comprensión
filosófica y tradición religiosa se entrelazan para generar una fuente de
sentido de la que han brotado algunas de las máximas conquistas de la
civilización.
Sin embargo, esta raíz
luminosa posee un trasunto oscuro, un reverso macabro. Del árbol común y
mestizo han brotado vástagos marchitos. Resultaría prolijo desgranar una
crónica europea de la violencia: a su primera manifestación masiva –la
expansión militar del Imperio romano– se superpusieron las invasiones bárbaras
y, en época moderna, las guerras de religión. Instrumentalizadas por los
poderes principescos, las divergencias vehiculadas por la Reforma se trocaron
en excusa para pugnas por la supremacía política.
Las tensiones
derivadas de la pujanza de los Imperios decimonónicos, los intereses económicos
contrapuestos y el polvorín de diferencias étnicas enquistadas abrieron el
camino a la Gran guerra (1914-1919). Se inauguró así un siglo que con Hobsbawn
podemos calificar de corto y con Zweig de insensato. En un convoy militar, en
los estertores de la debacle, el escritor austríaco recogió las palabras de un
anciano sacerdote: «Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero
nunca habría creído posible semejante crimen contra la humanidad». Vendrían aún
la guerra civil española, la segunda mundial y los horrores de los Balcanes.
La unidad renació de
los escombros. En 1949 se crea el Consejo de Europa. Es de 1950 la declaración
de Schuman y Monnet sobre el Mercado Común de carbón, acero y hierro, germen de
la CECA y de la Comunidad Económica Europea (CEE), pragmático inicio de un
ambicioso proyecto de reconciliación. El Parlamento Europeo convierte a
Estrasburgo en fulcro deliberativo de un creciente grupo de Estados. La CEE
embasta una política exterior común, muy visible en sus tomas de posición sobre
los conflictos de Oriente medio y próximo. Generaciones de universitarios
descubren a sus coetáneos europeos gracias a estancias sufragadas por las becas
ERASMUS. Puesta en marcha el 1 de noviembre de 1993, la Unión Europea pretende
ahondar la integración por medio de la convergencia de las monedas en el euro.
Pero pronto regresan
los vientos de disgregación. Las políticas sobre gestión agrícola, pesquera o
industrial topan con resistencias internas. Con la crisis económica desatada en
torno a 2008, los intereses centrífugos se multiplican. Hoy el desencuentro
halla su símbolo en el deterioro de la imagen de Alemania en los países
castigados por las medidas de austeridad. Entre ellos, la Grecia de los
orígenes, postrada y doliente; esa Grecia en la que los pensadores y artistas
alemanes del XIX habían atisbado el mejor reflejo de sus aspiraciones.
Es a la luz de esta
apasionante aventura que se comprende el alcance del Premio Nobel de la Paz
concedido a la Unión Europea. El proyecto que auspiciaron los pensadores
europeístas ha permitido avances inéditos; no obstante, se ha visto acompañado
por una progresiva desafección, fruto del olvido de la historia reciente y del estancamiento
de no pocos en una pseudocultura narcotizante. Frente a esa indiferencia
suicida, hoy más que nunca resulta preciso trabajar por la integración: los
desafíos son acuciantes y globales. La triple herencia europea constituye un
patrimonio para la Humanidad grávido de paz y de justicia. Debemos optar por
una de las dos vidas de Europa.
«Nunca, en la historia
del mundo, ha habido una tarea más urgente, más sublime, cuya realización
debería ser nuestra obra en común», decía Trotsky dirigiéndose al proletariado.
Un siglo después, todos los europeos comprometidos con la solidaridad formamos
parte de esa prole. Y «ningún sacrificio es demasiado grande, ninguna carga es
demasiado pesada a fin de alcanzar esa meta: la paz entre los pueblos».
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Artículo
propio publicado en el diario La verdad de
Alicante el 05/12/2012, p. 21. En la imagen: detalle de "La rendición de Breda", óleo pintado entre 1634 y 1635 por Diego Velázquez (Museo del Prado).
1 comentario:
Es necesario gritarle a Europa (y al mundo entero): déjate de imbecilidades y cree que Dios te ama, que envió a su Hijo al mundo para pagar lo que tú debías. Y, que si te crees esto, todo es posible. La PAZ entre los pueblos... El BIENESTAR para todos... La IGUALDAD entre los que hablan distintos idiomas....Etc, etc.
Este es tiempo de gracia, nos nace el SALVADOR. Que nos traiga la esperanza de que Él hará posible este deseo que yo lanzo desde aquí a todos los que lo lean, especialmente a tí.
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