miércoles, 13 de febrero de 2013

Comprender y transformar el mundo




















«Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo»: así suena el final de la Tesis nº 11 sobre Feuerbach escrita por Karl Marx. Y así lo pude leer en una gran inscripción, con asombro e inquietud, cuando crucé el umbral de la Universidad Humboldt, recién llegado a Berlín para iniciar mi primera estancia investigadora en la ciudad. Corría el año 2003.

Dos años después, un alemán era elegido sucesor de Pedro en la Iglesia católica. Se trataba de un hombre menudo y reservado; no de un marcial prusiano, sino de un musical bávaro. Durante su juventud había defendido posturas teológicas novedosas en ámbitos como la escatología; ya cardenal, había sido llamado al Vaticano para encabezar la Congregación para la doctrina de la fe; antes y después había mantenido un intercambio fluido con pensadores de prestigio, simbolizado en su conocido diálogo con Jürgen Habermas. 

Su profunda formación filosófica y científica competía con la de su predecesor, Juan Pablo II: más escolástica la del polaco, hundía sus raíces en la fenomenología scheleriana y se vertía en una ética personalista de largo alcance; más hermenéutica la de Ratzinger, acostumbraba a transitar por los caminos de la comprensión cultural del fenómeno religioso y de la mutua permeabilidad de fe e historia, cristianismo y helenismo, religión y secularidad.

«El conocimiento de que Dios es un Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro de la historia, de que Dios es persona», señalaba en la lección inaugural de su cátedra en Bonn, hace ahora 54 años, «este conocimiento exige sin duda un nuevo examen de las declaraciones filosóficas, un repensarlas como todavía no se ha ejecutado suficientemente». A fomentar ese replanteamiento dedicó muchos de sus esfuerzos, en público y en privado. Yo mismo comprobé cómo en una carta dirigida a uno de mis queridos colegas alemanes, Norbert Fischer, exhortaba a profundizar en el diálogo con la filosofía de Immanuel Kant, otrora objeto de censura en el Index de libros prohibidos.

Ese mismo intelectual fue el que intervino con resolución, siendo ya Papa, para atajar las graves crisis desatadas en la barca de Pedro. Pidió perdón –con lágrimas en los ojos– por el sufrimiento ocasionado en los casos de pedofilia; instauró ante ellos una política de “tolerancia cero” que pasó por encima de cargos e instituciones; reforzó los mecanismos de transparencia de la Banca vaticana; se pronunció con claridad ante los abusos del neocapitalismo. Su enseñanza queda enmarcada por las encíclicas sobre el amor (Deus caritas est) y la esperanza (Spe salvi). De “conciencia de la Iglesia” lo calificaba ayer Daniel Deckers en la Frankfurter Allgemeine Zeitung; el diario israelí Haaretz se refería a su pontificado como “ocho años de amistad” favorecida por el diálogo ecuménico. 

El último acto de su Pontificado ha sido un broche revolucionario. Coherente con las declaraciones realizadas hace algunos años en entrevista a Peter Seewald, Ratzinger ha renunciado a un ministerio que la merma en su energía no le permite seguir desempeñando en plenitud. Rompe así una tradición centenaria. De “rasgo de libertad evangélica” lo ha calificado Pedro Miguel Lamet desde El país; con él, “la modernidad ha irrumpido en las estancias vaticanas”, señala Ezio Mauro desde La Repubblica.

Al fin y al cabo, el riguroso intelectual nunca dejó de ser un bávaro bienhumorado. Con su ademán humilde y su proverbial serenidad, ha buscado siempre lo más difícil: comprender el mundo y, también, transformarlo. 

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Artículo propio publicado hoy en el diario La verdad de Alicante (p. 21). En la imagen: fotografía tomada en Fátima, Portugal, el 12/05/2010, disponible en la galería de Catholic Church England and Wales (fuente: flickr.com)





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