«Los filósofos no han hecho
más que interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo»: así
suena el final de la Tesis nº 11 sobre Feuerbach escrita por Karl Marx. Y así
lo pude leer en una gran inscripción, con asombro e inquietud, cuando crucé el
umbral de la Universidad Humboldt, recién llegado a Berlín para iniciar mi
primera estancia investigadora en la ciudad. Corría el año 2003.
Dos años después, un alemán
era elegido sucesor de Pedro en la Iglesia católica. Se trataba de un hombre
menudo y reservado; no de un marcial prusiano, sino de un musical bávaro.
Durante su juventud había defendido posturas teológicas novedosas en ámbitos
como la escatología; ya cardenal, había sido llamado al Vaticano para encabezar
la Congregación para la doctrina de la fe; antes y después había mantenido un
intercambio fluido con pensadores de prestigio, simbolizado en su conocido
diálogo con Jürgen Habermas.
«El conocimiento de que
Dios es un Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro de la historia,
de que Dios es persona»,
señalaba en la lección inaugural de su cátedra en Bonn, hace ahora 54 años, «este conocimiento exige sin duda un
nuevo examen de las declaraciones filosóficas, un repensarlas como todavía no
se ha ejecutado suficientemente». A fomentar ese replanteamiento dedicó muchos
de sus esfuerzos, en público y en privado. Yo mismo comprobé cómo en una carta
dirigida a uno de mis queridos colegas alemanes, Norbert Fischer, exhortaba a
profundizar en el diálogo con la filosofía de Immanuel Kant, otrora objeto de
censura en el Index de libros
prohibidos.
Ese mismo intelectual fue
el que intervino con resolución, siendo ya Papa, para atajar las graves crisis
desatadas en la barca de Pedro. Pidió perdón –con lágrimas en los ojos– por el
sufrimiento ocasionado en los casos de pedofilia; instauró ante ellos una
política de “tolerancia cero” que pasó por encima de cargos e instituciones; reforzó
los mecanismos de transparencia de la Banca vaticana; se pronunció con claridad
ante los abusos del neocapitalismo. Su enseñanza queda enmarcada por las
encíclicas sobre el amor (Deus caritas
est) y la esperanza (Spe salvi).
De “conciencia de la Iglesia” lo calificaba ayer Daniel Deckers en la Frankfurter Allgemeine Zeitung; el
diario israelí Haaretz se refería a
su pontificado como “ocho años de amistad” favorecida por el diálogo ecuménico.
El último acto de su
Pontificado ha sido un broche revolucionario. Coherente con las declaraciones
realizadas hace algunos años en entrevista a Peter Seewald, Ratzinger ha
renunciado a un ministerio que la merma en su energía no le permite seguir
desempeñando en plenitud. Rompe así una tradición centenaria. De “rasgo de
libertad evangélica” lo ha calificado Pedro Miguel Lamet desde El país; con él, “la modernidad ha
irrumpido en las estancias vaticanas”, señala Ezio Mauro desde La Repubblica.
Al fin y al cabo, el riguroso
intelectual nunca dejó de ser un bávaro bienhumorado. Con su ademán humilde y
su proverbial serenidad, ha buscado siempre lo más difícil: comprender el mundo
y, también, transformarlo.
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