Rompe el mar
en el mar, como un himen inmenso,
mecen los árboles el silencio verde,
las estrellas crepitan, yo las oigo.
Sólo el hombre está solo. Es que se sabe
vivo y mortal. Es que se siente huir
—ese río del tiempo hacia la muerte—.
subir, a contra muerte, hasta lo eterno.
Le da miedo mirar. Cierra los ojos
para dormir el sueño de los vivos.
Pero la muerte, desde dentro, ve.
Pero la muerte, desde dentro, vela.
Pero la muerte, desde dentro, mata.
Así escribía Blas de Otero en este pasaje de "Lo eterno". Y la muerte brotó a borbotones, hace hoy diez años, de las entrañas de aquellos vagones de tren: en Atocha, El Pozo del tío Raimundo, santa Eugenia. Las retinas y los oídos impregnados de memoria, calladamente nos acercamos hoy a los difuntos y a los vivos: les llevamos la flor resanada de nuestro recuerdo. Sirva como prenda de un remedio mejor para acompañarles en su añoranza.
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El texto reproducido forma parte del poema "Lo eterno" de Blas de Otero, publicado en 1950 en su obra Ángel fieramente humano (edición del propio autor: Verso y prosa, Cátedra, Madrid 1978, 5ª ed., p. 25). La imagen recoge un detalle interior del monumento a las víctimas emplazado frente a la estación de Atocha. Fotografía de José María Cuéllar: "Madrid 11 M" (fuente: flickr.com).