Se ha subrayado en estos días la distancia que media entre el terrorismo islámico y la pacífica vivencia religiosa de muchísimos musulmanes. Sin embargo, las últimas décadas han sido escenario de una radicalización creciente del Islam, que ha marchitado la prometedora y fugaz “primavera árabe”. La razón última de esta deriva no ha de ser buscada en los conflictos bélicos o las relaciones geoestratégicas de poder tal y como se han desarrollado en los últimos decenios. Por supuesto, estos procesos tienen mucho que ver. Ahora bien, considerar que ellos –y sólo ellos– explican la polarización del Islam es un análisis parcial, a menudo deudor de una lectura marxista de la Historia que no basta para entenderla; por otro lado, contrastan con los datos de que disponemos sobre la extracción social de muchos terroristas. Para comprender la deriva extrema del islamismo se hace preciso atender a la intrahistoria del Islam.
A
diferencia de lo que ha sucedido en Occidente, la religión musulmana no ha
tenido ilustración. No me refiero con ella tan sólo al período que como tal se
conoce en la historia europea –el Iluminismo, el Siglo de las luces– sino,
sobre todo, al fermento de la razón crítica. Son muchos los motivos (políticos,
institucionales, económicos, teológicos) que han conspirado en contra y que han
abortado los períodos luminosos de la cultura islámica. Se ha seguido de ello
la insuficiente o inexistente división entre lo público y lo privado, entre lo
estatal y lo confesional, y –aún en un nivel más hondo– la deficiente
comprensión del carácter histórico y, por tanto, evolutivo del dogma religioso.
De este modo, el fanático siente como su deber (¡un deber del que pende su destino!) la defensa a ultranza de la literalidad del Corán: de un texto sobre el que no ha pensado críticamente. Así, no reflexiona sobre la divergencia entre unos escritos sagrados y otros: entre aquellos que propugnan la persecución y el sometimiento del infiel (judío, cristiano o ateo) y aquellos otros que hablan de Alá como “el pietoso” o “el misericordioso” y que cifran en el amor al prójimo la medida de la fe.
De este modo, el fanático siente como su deber (¡un deber del que pende su destino!) la defensa a ultranza de la literalidad del Corán: de un texto sobre el que no ha pensado críticamente. Así, no reflexiona sobre la divergencia entre unos escritos sagrados y otros: entre aquellos que propugnan la persecución y el sometimiento del infiel (judío, cristiano o ateo) y aquellos otros que hablan de Alá como “el pietoso” o “el misericordioso” y que cifran en el amor al prójimo la medida de la fe.
Sólo
un pensar entreverado con la reflexión crítica es capaz de distinguir las
adherencias culturales de la esencia de la fe. Su ausencia es la tragedia del extremismo.
La historia del mundo contiene páginas dictadas por esa tensión no resuelta,
protagonizadas por la ciega furia del fanático; una de sus primeras víctimas
fue esa admirable filósofa, enraizada en el paganismo y abierta a la
trascendencia, llamada Hipatia. Hoy día, el Islam escribe algunas de las
páginas más sangrientas a cuenta de esa misma furia ciega.
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Artículo propio publicado en el diario Levante de Valencia (16/01/2015, p. 33). En la imagen: "San Sebastián atendido por santa Irene y su criada" [detalle], óleo de José de Ribera pintado entre 1630 y 1640 (Museu de Belles Arts, València).
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