Quizá
lo mejor que podamos hacer sea preguntarnos cómo podemos contribuir a un mejor
desenlace. Ni que decir tiene que los argumentos sobre seguridad global y
protección de las libertades que se han esgrimido estos aciagos días son
legítimos y necesarios. Pero quizá haya más.
Son
millones los musulmanes que viven en Occidente; y millones sus hijos e hijas
que se educan con nosotros. Hace poco, una amiga maestra me contaba que en su
colegio –a causa de una deficiente planificación– se ha creado un auténtico
gueto de alumnos de origen musulmán; eso incide en el cada vez más residual
número de alumnos autóctonos, en las dificultades crecientes a la hora de
enseñar y en la menguante efectividad de la enseñanza impartida.
No se trata de
un caso aislado. Sobre esto podemos, debemos hacer mucho aún. El fracaso a la
hora de favorecer la integración social de los musulmanes nacidos en Europa
–patente en Alemania, en Holanda o en la misma Francia– tiene todo que ver con
la incapacidad de generar una educación significativa: una educación que remueva
sombrías adherencias culturales para sembrar el germen del pensamiento crítico.
Invertir
en educación –también por este motivo– resulta, pues, crucial. Con ella se
puede ayudar a tender puentes sin menoscabar la diversidad, a desplegar una
vivencia religiosa cribada y abierta; en este caso, una vivencia nutrida por lo
que el Islam posee de más preciado: la fe en ese Dios que es “el pietoso”, “el
misericordioso”, “el agradecido”. Dar pasos en esta dirección será el mejor
modo de honrar la memoria de los asesinados en el corazón de Francia.
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Artículo propio publicado en el diario Levante de Valencia (16/01/2015). En la imagen: "San Sebastián atendido por santa Irene y su criada" [detalle], óleo de José de Ribera pintado entre 1630 y 1640 (Museu de Belles Arts, València).
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