martes, 14 de julio de 2015

Matar a un estudiante




En la entrañable novela de Harper Lee Matar a un ruiseñor –llevada con gran sensibilidad al cine por Robert Mulligan–, la joven e inquieta Scout quedaba a punto de morir a manos de un atacante sin escrúpulos. Se salvaba de ello gracias a su vecino Boo, un huraño pero bondadoso discapacitado psíquico; éste protegía a la muchacha, con la mala suerte de asestar un golpe que acababa con la vida del agresor. Ante la perspectiva de que Boo fuera condenado en juicio, ella salía en su defensa comparándolo con un ave pacífica: hacerle daño sería “como matar a un ruiseñor”, que no perjudica a nadie y alegra a todos con su canto. Esta descripción, en realidad, se ajustaba bien a ella misma.

Como la simpática Scout, los estudiantes universitarios son pájaros inquietos. Cada uno y una lo es a su manera. Las más de las veces son curiosos, se interrogan. Casi siempre se indignan con la injusticia. En ocasiones se toman las cosas a broma, incluso las más serias. A menudo son conscientes del privilegio de poder estudiar y la responsabilidad que conlleva. Sosegados o bulliciosos, recatados o llenos de desparpajo, día tras día se reúnen para tejer la trama de su juventud; y lo hacen en una institución que los acoge bajo el signo del aprendizaje. Crecer y aprender son vertientes de lo mismo. Así lo han entendido nuestras sociedades, que les reservan un espacio intocable donde formarse en libertad.

Trabajar en la Universidad es una gloria. Tras más de diez años como profesor, constato que cada curso trae consigo un descubrimiento, una comprensión más honda, una renovada sorpresa: ¡cuánto hemos de aprender del trato con nuestros estudiantes! Estar con ellos, acompañarles en el camino de la siempre exigente formación científica, dejarnos interpelar por sus necesidades: a cada paso nos devuelven, como en un espejo, la auténtica imagen de nosotros mismos y nos sitúan frente a la estatura que deberíamos alcanzar. Es un espectáculo magnífico. Una experiencia en ocasiones frustrante, otras sublime, siempre transida por la herida de la fugacidad.

Matar a un estudiante es un acto de saña; como querer cercenar el futuro. Ciertamente, todas las vidas humanas valen lo mismo – es decir: no valen nada, puesto que no tienen precio (su valor se sitúa más allá de cualquier precio). Ahora bien, la crueldad añadida puede provenir de la intención del criminal y de la índole de su horrible proyecto. Es por ello que me ha estremecido especialmente la noticia de los asesinatos de Jueves santo en Garissa (Kenia). Esos crímenes están gravados por dos motivos que, si bien no hacen más odiosos los asesinatos –cualquiera lo es–, sí acrecen la zozobra de quien reflexiona sobre ellos.

El primero tiene que ver con las víctimas: ciento cuarenta y siete chicos y chicas, estudiantes universitarios, vanguardia de un país –lastrado por conflictos étnicos– que los necesita para emerger. Fueron seleccionados por sus verdugos en el curso de un interrogatorio destinado a separar musulmanes de cristianos para masacrar seguidamente a estos últimos. No podían imaginarse que ese Jueves de Pasión concluiría con ellos como víctimas en aras de un sinsentido. Poniéndoles en su punto de mira, los terroristas han enviado un mensaje muy claro al mundo, una declaración de guerra a las libertades implícitas en un modelo educativo –el de la Universidad libre y abierta– que desprecian profundamente.

El segundo motivo tiene que ver con la índole de los verdugos. No se trata de personas aisladas o de un grupo insignificante. Los guerrilleros de Al Shabab son la avanzadilla somalí de un movimiento que suma decenas de miles de fanáticos, cuya organización más poderosa se considera a sí misma un Estado (el Estado Islámico). El de estas milicias es un macabro acto constituyente: ejercitar la violencia sería para ellos el acto fundacional de una realidad política cuya razón de ser consiste en la imposición de la pureza legal, encarnada en la interpretación fundamentalista del Corán. Una pureza en cuyo nombre asesinan a hermanos de raza e incluso a otros musulmanes, como han demostrado hasta la saciedad en Oriente medio, África o Europa.

La elección de las víctimas y la índole de los verdugos colocan ante nosotros un espejo deformado de nuestros ideales. Encarnan la negación de la cultura de libre pensamiento y convivencia pacífica en que Europa ha reconocido la razón de ser de su existencia política. Si, como quiere Hegel, la Historia avanza por medio de negaciones que vertebran sus fases de superación, el Estado Islámico bien puede constituir el momento negativo en que Occidente vea objetivada la alienación de su esencia; un momento que debería dar paso a una nueva negación por cuyo medio los pasos previos vendrían a ser asumidos y superados.

Cuál sea la dinámica de la Historia que vehicule ahora esa dialéctica resulta incierto. Con todo, sí me parecen claras dos cosas: que el avance ha de implicar una intervención humanitaria en Oriente medio y que ésta debe ir acompañada por una profunda renovación intelectual en el Islam. La primera ha de consistir no sólo en el apoyo a las minorías aplastadas sino también en la desactivación militar del poderoso terrorismo islámico, en el que podemos reconocer una seria amenaza a la seguridad global. La segunda viene siendo reclamada desde hace décadas por los musulmanes ilustrados. La lectura fundamentalista del Corán no sólo no hace justicia a la mejor inspiración del Islam –a la comprensión de Dios como creador misericordioso– sino que, además, lo invalida como interlocutor en las sociedades contemporáneas y lo condena a convertirse en indeseable reliquia y en rémora histórica de la que desprenderse. Esto se reflejará, a mi juicio, en una secularización aún en germen y en una polarización interna que protagonizará las próximas décadas de evolución de las sociedades musulmanas.

Sin renovación intelectual del Islam, derrotar a Al Shabab o al Estado Islámico será como cavar un cortafuegos que no podrá contener nuevos brotes de violencia fanática; ya hemos comprobado cómo en pocos años se ha ido desandando el camino recorrido a lo largo de varias décadas en distintos países del norte de África, de Oriente próximo y medio. A la vez, sin desactivación militar del terrorismo fundamentalista la renovación del Islam florecerá sólo en los países occidentales, sin poder echar raíces en las regiones en que resulta más urgente.

Ambos movimientos contribuirían decisivamente a superar la encrucijada actual. Una encrucijada que nos ha horrorizado con la bárbara negación de lo mejor de nosotros mismos. Ante las imágenes en que aparecen las estancias desoladas, cubiertas por cadáveres de jóvenes, no puedo evitar pensar en nuestros estudiantes. Que sus vidas no se vean segadas, como las de sus coetáneos keniatas, en la flor de sus aspiraciones; que no hayan de ser llorados prematuramente por sus padres; que –cada uno a su manera– pueda aportar un verso al canto de una Humanidad más pacífica y justa.

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Artículo propio publicado en el diario Levante de Valencia (23/05/2015). En la imagen: Mary Badham en el papel de Scout en la versión cinematográfica de To kill a Mockingbird. Hoy, 14 de julio, se pone a la venta la novela de Harper Lee –hasta ahora inédita– que le sirvió como base para Matar a un ruiseñor. Lleva por título Ve y pon un centinela: «La isla de cada ser humano», le dice en ella Atticus a su hija, «el centinela de cada uno, es su conciencia».

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