En la entrañable novela de
Harper Lee Matar a un ruiseñor
–llevada con gran sensibilidad al cine por Robert Mulligan–, la joven e
inquieta Scout quedaba a punto de morir a manos de un atacante sin escrúpulos.
Se salvaba de ello gracias a su vecino Boo, un huraño pero bondadoso
discapacitado psíquico; éste protegía a la muchacha, con la mala suerte de
asestar un golpe que acababa con la vida del agresor. Ante la perspectiva de
que Boo fuera condenado en juicio, ella salía en su defensa comparándolo con un
ave pacífica: hacerle daño sería “como matar a un ruiseñor”, que no perjudica a
nadie y alegra a todos con su canto. Esta descripción, en realidad, se ajustaba
bien a ella misma.
Como la simpática Scout, los estudiantes
universitarios son pájaros inquietos. Cada uno y una lo es a su manera. Las más
de las veces son curiosos, se interrogan. Casi siempre se indignan con la
injusticia. En ocasiones se toman las cosas a broma, incluso las más serias. A
menudo son conscientes del privilegio de poder estudiar y la responsabilidad
que conlleva. Sosegados o bulliciosos, recatados o llenos de desparpajo, día
tras día se reúnen para tejer la trama de su juventud; y lo hacen en una
institución que los acoge bajo el signo del aprendizaje. Crecer y aprender son
vertientes de lo mismo. Así lo han entendido nuestras sociedades, que les
reservan un espacio intocable donde formarse en libertad.
Trabajar en la Universidad es una gloria. Tras más de
diez años como profesor, constato que cada curso trae consigo un
descubrimiento, una comprensión más honda, una renovada sorpresa: ¡cuánto hemos
de aprender del trato con nuestros estudiantes! Estar con ellos, acompañarles
en el camino de la siempre exigente formación científica, dejarnos interpelar
por sus necesidades: a cada paso nos devuelven, como en un espejo, la auténtica
imagen de nosotros mismos y nos sitúan frente a la estatura que deberíamos
alcanzar. Es un espectáculo magnífico. Una experiencia en ocasiones frustrante,
otras sublime, siempre transida por la herida de la fugacidad.
Matar a un estudiante es un acto de saña; como querer
cercenar el futuro. Ciertamente, todas las vidas humanas valen lo mismo – es
decir: no valen nada, puesto que no tienen precio (su valor se sitúa más allá
de cualquier precio). Ahora bien, la crueldad añadida puede provenir de la
intención del criminal y de la índole de su horrible proyecto. Es por ello que
me ha estremecido especialmente la noticia de los asesinatos de Jueves santo en
Garissa (Kenia). Esos crímenes están gravados por dos motivos que, si bien no
hacen más odiosos los asesinatos –cualquiera lo es–, sí acrecen la zozobra de
quien reflexiona sobre ellos.
El primero tiene que ver con las víctimas: ciento
cuarenta y siete chicos y chicas, estudiantes universitarios, vanguardia de un
país –lastrado por conflictos étnicos– que los necesita para emerger. Fueron seleccionados
por sus verdugos en el curso de un interrogatorio destinado a separar
musulmanes de cristianos para masacrar seguidamente a estos últimos. No podían
imaginarse que ese Jueves de Pasión concluiría con ellos como víctimas en aras
de un sinsentido. Poniéndoles en su punto de mira, los terroristas han enviado
un mensaje muy claro al mundo, una declaración de guerra a las libertades
implícitas en un modelo educativo –el de la Universidad libre y abierta– que
desprecian profundamente.
El segundo motivo tiene que ver con la índole de los
verdugos. No se trata de personas aisladas o de un grupo insignificante. Los guerrilleros
de Al Shabab son la avanzadilla somalí de un movimiento que suma decenas de
miles de fanáticos, cuya organización más poderosa se considera a sí misma un
Estado (el Estado Islámico). El de estas milicias es un macabro acto
constituyente: ejercitar la violencia sería para ellos el acto fundacional de
una realidad política cuya razón de ser consiste en la imposición de la pureza
legal, encarnada en la interpretación fundamentalista del Corán. Una pureza en
cuyo nombre asesinan a hermanos de raza e incluso a otros musulmanes, como han
demostrado hasta la saciedad en Oriente medio, África o Europa.
La elección de las víctimas y la índole de los
verdugos colocan ante nosotros un espejo deformado de nuestros ideales. Encarnan
la negación de la cultura de libre pensamiento y convivencia pacífica en que
Europa ha reconocido la razón de ser de su existencia política. Si, como quiere
Hegel, la Historia avanza por medio de negaciones que vertebran sus fases de
superación, el Estado Islámico bien puede constituir el momento negativo en que
Occidente vea objetivada la alienación de su esencia; un momento que debería
dar paso a una nueva negación por cuyo medio los pasos previos vendrían a ser asumidos
y superados.
Cuál sea la dinámica de la Historia que vehicule
ahora esa dialéctica resulta incierto. Con todo, sí me parecen claras dos
cosas: que el avance ha de implicar una intervención humanitaria en Oriente
medio y que ésta debe ir acompañada por una profunda renovación intelectual en
el Islam. La primera ha de consistir no sólo en el apoyo a las minorías aplastadas
sino también en la desactivación militar del poderoso terrorismo islámico, en
el que podemos reconocer una seria amenaza a la seguridad global. La segunda
viene siendo reclamada desde hace décadas por los musulmanes ilustrados. La lectura
fundamentalista del Corán no sólo no hace justicia a la mejor inspiración del
Islam –a la comprensión de Dios como creador misericordioso– sino que, además,
lo invalida como interlocutor en las sociedades contemporáneas y lo condena a
convertirse en indeseable reliquia y en rémora histórica de la que desprenderse.
Esto se reflejará, a mi juicio, en una secularización aún en germen y en una
polarización interna que protagonizará las próximas décadas de evolución de las
sociedades musulmanas.
Sin renovación intelectual del Islam, derrotar a Al
Shabab o al Estado Islámico será como cavar un cortafuegos que no podrá
contener nuevos brotes de violencia fanática; ya hemos comprobado cómo en pocos
años se ha ido desandando el camino recorrido a lo largo de varias décadas en
distintos países del norte de África, de Oriente próximo y medio. A la vez, sin
desactivación militar del terrorismo fundamentalista la renovación del Islam florecerá
sólo en los países occidentales, sin poder echar raíces en las regiones en que
resulta más urgente.
Ambos movimientos contribuirían decisivamente a
superar la encrucijada actual. Una encrucijada que nos ha horrorizado con la
bárbara negación de lo mejor de nosotros mismos. Ante las imágenes en que
aparecen las estancias desoladas, cubiertas por cadáveres de jóvenes, no puedo evitar
pensar en nuestros estudiantes. Que sus vidas no se vean segadas, como las de
sus coetáneos keniatas, en la flor de sus aspiraciones; que no hayan de ser
llorados prematuramente por sus padres; que –cada uno a su manera– pueda
aportar un verso al canto de una Humanidad más pacífica y justa.
__________
Artículo propio publicado en el diario Levante de Valencia (23/05/2015). En la imagen: Mary Badham en el papel de Scout en la versión cinematográfica de To kill a Mockingbird. Hoy, 14
de julio, se pone a la venta la novela de Harper Lee –hasta ahora inédita– que le sirvió
como base para Matar a un ruiseñor. Lleva
por título Ve y pon un centinela: «La
isla de cada ser humano», le dice en ella Atticus a su hija, «el centinela de
cada uno, es su conciencia».
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