jueves, 14 de noviembre de 2019

De hacer y deshacer murallas




“Para hacer esta muralla”, escribió el poeta cubano Nicolás Guillén, “tráiganme todas las manos”. En España, cuando tanto importaba unirse en torno a la reconquistada democracia, Ana Belén hizo de esos versos un himno generacional: “Al corazón del amigo, ¡abre la muralla!”, en cambio “al diente de la serpiente, ¡cierra la muralla!” Hacía falta levantar un muro frente a todo espíritu de aislamiento, ante la resistencia a dialogar y la lucha fratricida. 

Hace ahora treinta años cayó uno de los muros más vergonzosos que han existido. El 9 de noviembre de 1989, miles de ciudadanos de Berlín certificaron el final de la escisión que había hecho de aquella, desde el final de la Segunda guerra mundial, una ciudad desgarrada. Fue una noche de miedo y alegría, de besos y reencuentros, de esperanza. Años después, a raíz de mi Tesis sobre Immanuel Kant, viví en Berlín. Me alojaba de alquiler en Prenzlauer Berg, en la antigua ciudad comunista. Encontré habitación en casa de una viuda culta y jovial, dentista jubilada, amante de Beethoven. Se llamaba Renarda y había vivido siempre en esa zona. Entre las historias que me relató se halla el recuerdo de lo que sucedió aquella noche. Cuando la radio y la televisión anunciaron que se derruía el muro, los hijos de Renarda salieron a descubrir el nuevo mundo. Cuando volvieron le contaron, emocionados, que al otro lado del muro... ¡continuaba la misma calle!

No dejaba de ser un descubrimiento. Al otro lado había más de los "nuestros" que vivían, salían a trabajar por la mañana y volvían quizá agotados, derrotados o esperanzados. Gente como nosotros. Lo que hacen los muros es borrarlos del horizonte, convertirlos en "lo otro", en diferentes, enemigos. Cuando la idea de que son diferentes y enemigos echa raíces, entonces el muro queda legitimado. He aquí por qué a los dictadores y fanáticos les hace falta sembrar la semilla del odio: si lo hacen bien, serán los mismos ciudadanos quienes demanden levantar muros. 


Para hacer una muralla se necesita, primero de todo, sembrar el desconocimiento mutuo entre aquéllos que el muro está destinado a separar. Habida cuenta de que todavía conviven, se ha de emplear relatos identitarios. En estos, la diferencia viene servida por factores de raza, historia o posicionamiento respecto de los agravios de los que un grupo se siente víctima. En la construcción del relato, cualquier crítica del otro será integrada como nuevo agravio.

En segundo lugar, hay que proyectar la muralla sólo a corto plazo. No hay que mostrar sus rendijas, las consecuencias a medio o largo plazo para los que se quedan a este lado. Sólo hay que fijarse en el momento presente: y es que ahora el muro parece la solución perfecta, el corte neto para alejarnos de los otros, esos enemigos.

Recorrer Europa, esa Europa nuestra de tantos padecimientos y tantas heridas, nos convence de que es más lo que nos une que lo que nos separa. Ya era así cuando Hipatia de Alejandría empleaba las nociones comunes de Euclides en orden a visualizar esa radical hermandad ante sus discípulos, venidos de rincones distantes de un Imperio en declive. Hemos tardado en darnos cuenta; muchas personas han derramado su sangre en frentes y cunetas. La última página de nuestros enfrentamientos, que han marcado a sangre y fuego el siglo XX, ha tenido en el centro la serpiente del nacionalismo: esa serpiente a la que se debería cerrar la muralla. Desde entonces, ha revivido por momentos. Entre éstos, la deriva violenta del nacionalismo catalán merece especial atención.

Hay reivindicaciones de muchos y muchas en Cataluña que merecen justo reconocimiento. Pienso en la cuestión, ya enquistada, de la infrafinanciación; en el apoyo a la lengua, que –aun superando de lejos las realidades lingüísticas de países como Italia, Francia o Alemania– muestra no ser tan eficaz como en otros tiempos pudo parecer; pienso en el encaje de las regiones históricas en una realidad supranacional que no ha sido debatida seriamente. Se trata de reivindicaciones compartidas con muchos y muchas en el País Valenciano. Las propuestas federalistas planteadas por políticos e intelectuales –como Nicolás Sartorius desde la Asociación por una España Federal– apuntan en la dirección correcta en la medida en que buscan pergeñar soluciones que broten de consensos donde todos los implicados han de tener voz. 

En cambio, el estado de opinión cultivado por las últimas generaciones de políticos nacionalistas ha desembocado en una asombrosa falta de cordura. Han contribuido a levantar un muro no por invisible menos pesado. En la violencia desencadenada en las calles y plazas de Barcelona emerge un fenómeno ante el cual no tenemos derecho a cerrar los ojos: se trata del odio a quien se identifica como enemigo a batir. Y, sin embargo, la historia de Cataluña está impregnada –para lo bueno y para lo malo– de relaciones múltiples y fraternales con los vecinos y las vecinas de la calle, de esa calle que conduce hacia Aragón, hacia Madrid, hacia Valencia. Son relaciones institucionales, económicas, culturales, lingüísticas, familiares; sin ellas no hubiera sido posible la Cataluña moderna. 


Aludir a esa historia común no resuelve las reivindicaciones a las que me refería antes, pero sí muestra desde dónde debemos hablar: desde el reconocimiento mutuo y no desde la violencia. Una violencia que tampoco respeta a los propios catalanes: por ejemplo, a esa mayoría barcelonesa que no apoya la independencia y que ha visto cómo instituciones que se debían a todos se han convertido a menudo en portavoces de parte. Una hipotética república independiente, ¿podrá establecer su capital en una ciudad que no le presta su apoyo mayoritario? ¿Cómo se habrá de proceder desde el punto de vista de las relaciones internacionales o de la viabilidad financiera? ¿Qué hacer cuando la cohesión de los nacionalistas, tan frágil, o su representatividad, tan fluctuante, se rompa o se debilite...? Los días que siguieron a la frustrada declaración unilateral han dado prueba del grado de improvisación y de la falta de previsión con los que se quiere forzar el futuro político de casi siete millones y medio de personas. 

Asusta que algunos hayan querido hacer de aprendices de brujo sin saber bien a dónde llevará todo eso. Muchos de ellos siguen deslumbrados por una nebulosa vía unilateral, jamás pactada con la ciudadanía. Hay en ello una especie de ceguera ideológica, de resistencia al diálogo y a una negociación transversal y abierta a menudo difícil pero necesaria. En el Estado español, algunos partidos continúan empeñados en una política de mera oposición que no ayuda en absoluto a reconstruir puentes.

¡Cuánto tiempo y cuánto esfuerzo desperdiciados! Son muchos los desafíos globales que requieren nuestro trabajo: desde la gestión de los movimientos migratorios y la lucha contra los nuevos fascismos a la crisis ecológica y el clamor del tercer mundo. ¡Cómo necesitamos encontrar de nuevo los caminos para trabajar y convivir en paz! Hacerlo demanda esfuerzo y cesiones por parte de todos. Reflexionar a nivel de Estado sobre la vía federalista puede constituir un paso oportuno. Hay que cultivar el reconocimiento del otro, del vecino, del conciudadano. Hace falta cordura. Dejar de levantar muros.

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Traducción de un artículo propio publicado en el diario Levante (09/11/2019, p. 3). En la imagen, tomada el 2 de noviembre, detalle de una de las ventanas góticas de la Lonja de Valencia.


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