sábado, 26 de febrero de 2022

Putin en Ucrania: como el hombre del neolítico











Versió original en valencià

En 2017, Italia participó en el festival de Eurovisión con una canción muy estimulante: “Occidentali’s Karma”. La letra ponía el dedo en el ojo de aquellos que, aun moviéndose en la sofisticación digital, piensan con esquemas primitivos: “La inteligencia ha pasado de moda / respuestas fáciles / dilemas inútiles”. Junto con Francesco Gabbani, el autor y solista, subía al escenario un gran mono, que se ponía a bailar vestido con pajarita: “Para todos una hora de aria, de gloria / la multitud grita un mantra / la evolución tropieza / el mono desnudo baila”. Todo muy moderno: “Contemporáneo como el hombre del neolítico”.

En la vida hay mucho de tira y afloja. Queremos conseguir cosas, queremos vivir mejor, queremos reconocimiento. Aspirar a ello forma parte de la estructura psicofísica del ser humano y de la existencia política de los pueblos. En los primeros estadios de la filogénesis y de la historia humanas, esas pulsiones se resuelven sólo con la fuerza bruta: con el sometimiento y, si es posible, el exterminio del otro. Signo de evolución cultural y madurez personal es aspirar a sustituir la violencia por el intercambio de bienes, por la persuasión argumental, por consensos donde gane todo el mundo.

En la tensión Rusia-Ucrania hay, naturalmente, intereses en juego: de tipo económico, político, geoestratégico, cultural. La ubicación y riqueza natural de Ucrania –del carbón y el petróleo al gas– hicieron de ella objeto del deseo de Napoleón y Hitler. A partir del estallido de la Unión Soviética, esa tensión ha conocido varias fases: la independencia de Ucrania (1991); su aproximación a la órbita de la Unión Europea y la OTAN y la vuelta atrás a raíz de las represalias económicas rusas (2013); la anexión de la región de Crimea a Rusia tras un dudoso referéndum (2014); los disturbios en la región prorrusa del Donbás y la tregua firmada en Minsk (2015); y, desde 2021, el envío masivo de tropas rusas a la frontera junto con la intensificación de los ciberataques. El pasado día 21, Rusia reconoció la autonomía de las provincias de Donetsk y Lugansk.

Hasta esta semana, podía parecer que las reiteradas alertas de Joe Biden anunciando la inminente invasión buscaban caldear el ambiente con miras al propio beneficio político. Los hechos han mostrado que se trataba de una estrategia de exposición: publicando la información secreta que tenía al alcance, el Pentágono desenmascaraba los propósitos del Kremlin.

Y así hemos llegado a las seis de la mañana del jueves. Vladimir Putin escenifica su momento de gloria: su aria. El libreto que interpreta no tiene desperdicio. En el discurso, retransmitido por todas las cadenas estatales rusas, Putin se remite a ejemplos de uso de la fuerza en el mundo posterior a la desintegración de la URSS –como las actuaciones internacionales en Irak, Libia o Siria– para desembocar en un diagnóstico de “degradación y degeneración” del mundo occidental, una amenaza que pone en paralelo a la invasión nazi, para la que la Unión Soviética no se había preparado: “No cometeremos este error una segunda vez”.

La analogía parece freudianamente reveladora; sobre todo, si la invasión –más allá de pretender la desmilitarización– lleva a ensanchar el espacio vital de Rusia. Con razón ha dicho Josep Borrell que nos encontramos en “las horas más oscuras desde la segunda Guerra mundial”. No hemos de cerrar los ojos a los graves errores en el uso de la fuerza que han tenido lugar en las últimas décadas por parte de actores occidentales; tampoco, al mantenimiento de la política de bloques en la estrategia expansiva de la OTAN. Sin embargo, todo ello no oculta que Putin ha dado un paso que podía haber sustituido por las vías de la negociación. Se trata de una jugada sin fuste, con coste de vidas humanas y riesgos impredecibles: una demostración de fuerza sin cordura. 

Muchísimas de las personas que han seguido el mensaje de Putin lo han escuchado perplejas, horrorizadas. El mono desnudo baila. Ahora bien, no es un mono, ni un buen puñado de ellos que baila en torno. Los monos cultivan lazos de afecto y de odio que a veces son tiernos y otras ponen los pelos de punta; pero no poseen las herramientas conceptuales para llevar a cabo abstracciones teóricas y decisiones deliberadas. No pueden persuadir con argumentos, ni llegar a consensos en orden a un bien superior. El ser humano, sí: forma parte de su gloria; cuando fracasa, es su tragedia. Contemporáneo como el hombre del neolítico. 


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Traducción de un artículo propio publicado en el diario Levante (26/02/2022). En la imagen, un aspecto de la manifestación en apoyo a Ucrania celebrada por la mañana del 27 de febrero en la plaza de la Virgen de Valencia [fotografía propia].

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