Valencia tiene un gobierno y un himno. El
gobierno recibe un antiguo y bello nombre: Generalitat. Con él se alude, desde
época medieval, al ámbito de lo común: una esfera política regida por
principios que atañen a todos sus miembros y que han de revertir en bien suyo.
La Generalitat ha de ser casa de todos, de todas.
El
himno recoge ese espíritu en hermosos versos: “Tots a una veu, / germans,
vingau. / Ja en el taller / i en el camp remoregen / càntics d’amor, / himnes
de pau” (“Todos a una voz, / hermanos, venid. / Ya en el taller / y en el campo
resuenan / cánticos de amor, / himnos de paz”). Eleva a música el anhelo de lo
común y desemboca en la paz: sólo ella es el marco en que todas y cada una de
las personas que integran una sociedad pueden vivir del modo que tienen razones
para valorar. Por eso, y a pesar de todo, la paz se irá abriendo camino; y podemos
afirmar, señala Kant, que esto es más que un reconfortante ensueño.
El
primer fin de semana tras la catástrofe de Valencia formé parte de uno de los
grupos de voluntarios que trabajaron en la zona afectada. Convocados por la
Generalitat, en torno a las nueve nos hallábamos ya en uno de los pueblos. El
breve viaje en autobús –menos de un cuarto de hora– trazaba un horripilante
trayecto desde el entorno futurista de la Ciudad de las Artes y las Ciencias
hasta calles desoladas, repletas de fango y enseres inservibles. La desviación
del Turia, llevada a cabo a finales de los sesenta, permitió a la capital salir
indemne de una DANA furiosa, insólita por su fuerza destructiva similar a la de
un huracán. Los pueblos de la Horta Sud se llevaron la peor parte en pérdidas
humanas y materiales.
Estuvimos
toda la mañana, en una sola calle, con una tarea muy simple: quitar lodo y
basura. Era un grupo voluntarioso. Tras un rato de desorientación, bien pronto
cada miembro fue ocupando su lugar: algunos con escobas, otros con palas o
descargando cubos; después, cada quien desempeñó su tarea en la cadena de
recogida de basuras. Resulta hermoso asistir a cómo los grupos humanos van
autoorganizándose, en una especie de ajuste sobre la marcha enraizado en
nuestra historia biológico-evolutiva.
Pero fue otra
cosa la que me llamó poderosamente la atención. En el grupo se percibían muchos
acentos diferentes, de regiones y latitudes diversas.
Durante
el viaje de regreso pregunté a cada uno/a su origen. Para sorpresa mía, y general,
las personas procedentes de Valencia eran menos de la mitad (27). Las restantes
31 procedían de otras comunidades autónomas españolas (4) y, en un número
equivalente (27), de otros países. De muchos países. En orden alfabético, se
trataba de Austria, Bielorrusia, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Estados
Unidos, Francia, Italia, México, Paraguay, Reino Unido, Turquía, Ucrania y
Venezuela. En ese autobús –apenas 58 pasajeros– viajaban personas procedentes
de dieciséis países: ¡una ONU en pequeño!
Ya
de camino a casa, junto al Museo de las Ciencias, charlé con una familia de
origen colombiano –madre y tres hijos– que también iba en ese bus. La madre
llegó hace veinte años con dos niños; la hija nació aquí. Uno de los hijos me
comentó, con una gran sonrisa: “Valencia es nuestra casa. Nos encanta vivir
aquí. Queremos ayudar en todo lo que haga falta”.
Y,
así, la Generalitat ha terminado por abarcar a muchos y muchas que vienen de
lejos. Los hermanos y las hermanas a quienes se dirige el himno incluyen hoy a
personas de acentos distintos, de diferentes coloraturas de piel, de trasfondos
culturales diversos. Y allí estaban, recogiendo barro de una calle a la que
probablemente no volverán ya nunca, y haciéndolo sin recibir nada a cambio: gratis
et amore.
En
momentos de graves conflictos internacionales; de
retroceso en la salud democrática de no pocos países; de estancamiento en la
lucha contra la pobreza; y ante desafíos históricos como el cambio climático,
es mucho lo que nos une. Ese autobús, que reunió a un puñado de personas
durante una mañana de noviembre, muestra un cambio perdurable en la
configuración de nuestras sociedades. Su mensaje, a una voz, resuena en los
distintos y hermosos acentos de los lugares que nos vieron nacer. Y este artículo se convierte en
un manifiesto de gratitud.
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Artículo propio publicado en el diario Levante (13/11/2024). En la imagen, obra de Antonio Muñoz Degraín pintada entre 1912 y 1913 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia: "Amor de madre".
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Artículo propio publicado en el diario Levante (13/11/2024). En la imagen, obra de Antonio Muñoz Degraín pintada entre 1912 y 1913 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia: "Amor de madre".
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