Utopía es un lugar inexistente. La contracción del prefijo griego ou, índice de negatividad, deja el sustantivo topos (lugar) desarraigado de cualquier ubicación posible. Así lo concibió Tomás Moro cuando acuñó el término, en 1516, en latín moderno. En la literatura valenciana hay constancia de su uso ya durante el siglo XIX. Desde entonces se ha convertido en indicador semántico para aludir a una sociedad ideal, que no se encuentra en ninguna parte. Y, sin embargo, las utopías se hallan por todos sitios.
Las ideas que han introducido novedades de progreso en la historia eran inicialmente utopías: apuntaban a horizontes inexistentes y, a la vez, ambiciosos. Lo era el proyecto del fraile Joan Gilabert Jofré, en una sociedad donde las personas se desatendía a las personas con desequilibrios psíquicos, cuando puso en marcha en Valencia el primer hospital psiquiátrico de Occidente; la idea de August H. Franke cuando creó escuelas en Halle para acoger y educar a miles de niños huérfanos, abriendo así el camino al cuidado institucional y sistemático de la juventud; la visión de los jesuitas cuando idearon las reducciones en la región del Río de la Plata, donde los indígenas cultivaban formas de autogestión comunitaria que mejoraban cualitativamente su forma de vida; también lo era el sueño solidario de Teresa de Calcuta cuando empezó a hacerse cargo de los parias en la India, arrastrando tras de sí a un blanco séquito de mujeres y hombres que transformarían el tejido social.
Cuando una utopía encuentra su lugar, deja de serlo. Entonces se ensucia con las condiciones empíricas: se vuelve concreta, a veces defectuosa, siempre limitada en su determinación. Y, con todo, constituye una realidad magnífica, que produce esperanza e invita a sumarse a ella. La conciencia utópica —así lo piensa Ernst Bloch— es el horizonte propio del ser humano.
Hay utopías que, como en el grabado de Francisco de Goya El sueño de la razón produce monstruos, se han vuelto locas. Las llamamos distopías. La ficción de los siglos XX y XXI, que hereda la implosión de la narrativa del progreso histórico tras las guerras mundiales, proporciona ejemplos de estos sueños sacados de quicio. Es distópica la sociedad donde todo el mundo viene vigilado por el Gran Hermano, tal y como se describe en la novela de George Orwell 1989; la obra de Margaret Atwood El cuento de la sirvienta, que recrea la deriva hacia una sociedad donde las mujeres fértiles vienen utilizadas como instrumentos reproductivos al servicio de la élite; o la serie televisiva El hombre en el castillo, ideada por Frank Spotnitz a partir de un relato de Philip K. Dick, donde se imagina cómo habría sido el mundo si Alemania y Japón hubiesen ganado la segunda guerra mundial.
Una misma ficción puede ser distópica y utópica a la vez. En una Austria envenenada por la animadversión hacia los judíos, Hugo Bettauer escribió una novela que en seguida fue llevada a la gran pantalla: La ciudad sin judíos. En ella imaginaba qué sucedería si fuesen expulsados: se seguía el colapso de la vida social y cultural; todo el mundo terminaba dándose cuenta; el alcalde de la ciudad los invitaba a volver y se producía la reconciliación. Bettauer fue asesinado en 1925 por un fanático nazi. En 2023, en un debate televisivo, una chica preguntó a un líder del partido FPÖ, Gottfried Waldhäusl, qué hubiese sucedido si los extranjeros no hubieran sido recibidos. El respondió: «Entonces Viena sería todavía Viena». El diario Der Standard publicó entonces una proyección estadística: si los extranjeros se fuesen, tanto la administración pública como los servicios de salud colapsarían. La vieja Europa precisa trabajadores. Sin embargo, el debate en torno a la inmigración ha alcanzado cotas de acritud inéditas. El pasado 1 de septiembre, las elecciones regionales en Turingia y Sajonia mostraron un ascenso de la extrema derecha desconocido desde el período de entreguerras.
¿Cuál podría ser la utopía de nuestros días...? La respuesta se declina en plural: hay muchas posibles. Querría referirme aquí a una: la utopía de la fraternidad cosmopolita.
En Hacia la paz perpetua (1795), Immanuel Kant aborda las condiciones para una paz duradera. Contempla allí presupuestos previos (artículos preliminares) y condiciones estables (definitivos). El tercer artículo definitivo incluye que ningún pueblo ha de poder ser invadido, comprado o desposeído por otro. Kant era consciente de que la práctica colonialista conculca esa condición. De hecho, las formas de colonialismo se han sucedido pasando desde la conquista —como en los Imperios español y portugués— a la dependencia económica, como en las Compañías británica u holandesa de las Indias orientales. Tras la segunda guerra mundial, mientras en Europa occidental se lograba cotas de bienestar inéditas y a pesar de indicios de mejora en la distribución global de la riqueza, la brecha entre los más ricos y los más pobres no ha hecho sino acrecentarse. En no pocos lugares africanos, americanos y asiáticos, eso ha venido acompañado por guerras civiles, radicalización fundamentalista y generalizada corrupción política. Efecto colateral de los desequilibrios económico, social y político ha sido la ola migratoria a la que asistimos. Las escenas conmovedoras vividas en el Mediterráneo —pateras que naufragan en el mar de los cruceros de lujo— se han vuelto acostumbradas.
Es en el Mediterráneo donde se juega simbólicamente la utopía de la fraternidad cosmopolita. Por eso mismo, este mar de antigua memoria, cuna de la civilización europea, puede convertirse en laboratorio de nuevas utopías. Ahora bien: para que el horizonte ideal cristalice en realidades empíricas, limitadas y a la vez efectivas, hay que ponerle pies. Éstos pueden proceder del empuje de grupos sociales y han de ser apoyados por los Estados.
Tenemos ejemplos estimulantes. Entre ellos se hallan las iniciativas del Instituto Social del Trabajo en Valencia, desde programas de formación dirigidos a personas inmigrantes a casas de acogida y proyectos para el empoderamiento personal; el proyecto Erasmus+ MEDITerraNeW, cofinanciado por la Unión Europea, concebido como plataforma de intercambio de experiencias en torno a la migración y la exclusión social; o el proyecto educativo Living Peace International, que promueve la reflexión en torno a la paz en las escuelas. La creciente receptividad social hacia el trabajo de las ONGs, su sostén tributario por parte de los Estados y la colaboración con los ayuntamientos aportan señales positivas. La solidaridad es una dinámica en la que todo el mundo gana: y es que el sueño de la ciudad autárquica, aislada, es una distopía.
Decía el obispo brasileño Hélder Câmara que un modo para espolear la imaginación solidaria de la juventud consiste en regalar a cada niño, a cada niña, un mapamundi. ¡Cómo son de grandes el mundo y sus retos...! La utopía, a modo de clave del pensar, nos entrena para lo mejor: es esa potente idea que crea realidades magníficas.
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