Tener
un valor o tener un precio: he ahí la cuestión. Debemos a Kant haber aquilatado
esta idea: “Lo que tiene un precio, puede ser sustituido por alguna otra cosa
que sea equivalente; en cambio, lo que está más allá de todo precio –y, por lo
tanto, no permite equivalente alguno–, eso tiene dignidad”. Y tener dignidad es
poseer “un valor (Wert) interno”.
Da
la casualidad de que nuestro actual ministro de Educación enarbola el valor en
el apellido: todo un recordatorio. En el anteproyecto de ley orgánica para la mejora
de la calidad educativa leo que se reforzará la optatividad y la formación
profesional; se logrará así cualificar mejor a los jóvenes, en orden a
insertarse con mayor prontitud en el mercado de trabajo. El criterio aquí es el
precio. Nada que objetar: la educación tiene que ver con el trabajo, una faceta
constitutiva de lo humano. Pero me interesa seguir leyendo. Descubro que
algunas asignaturas desaparecen. En el Bachillerato, Ciencias para el mundo
contemporáneo y Filosofía y ciudadanía. Asignaturas que tienen que ver con el
valor.
¿Qué
equivalente monetario tiene indagar sobre el origen del Universo o la evolución
biológica? ¿Hasta qué punto aumenta nuestra competitividad la reflexión sobre
los fundamentos de la ética y de la democracia…? Se trata de cuestiones cruciales
en los programas normativos de Ciencias para el mundo contemporáneo y de Filosofía
y Ciudadanía. La respuesta es transparente: aprender ese tipo de contenidos no
tiene precio. En cambio, posee mucho valor. Nos ayuda a comprendernos como
personas. Nos hace más humanos.
En
toda reforma educativa late un modelo de persona. Aquí emerge ya en la primera
frase del anteproyecto: “La educación es el motor que promueve la
competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país; su nivel
educativo determina su capacidad de competir con éxito…”, etc. Retazos de una
concepción neocapitalista de la sociedad y del hombre. Pero esa concepción no
responde a la esencia del ser humano ni a sus anhelos más profundos. Puede valer
cuando se trata de precio, pero no cuando se trata de valor. De ese valor que
el ministro lleva inscrito, como una llamada y como un dardo hiriente, en su
propio apellido.
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