domingo, 24 de mayo de 2020

Palabras en griego

















Me encontraba en Italia. Acababa de finalizar la primera redacción de un libro en torno a dos herederos del mundo griego antiguo: Hipatia de Alejandría y Sinesio de Cirene. A Hipatia, las recreaciones literarias y cinematográficas la retratan muriendo en plenitud de vida y hermosura, aunque no fue así; en cambio, su discípulo Sinesio murió joven y fuerte, cuando aún tenía tanto que dar.

Fue entonces cuando hablé con él por primera vez. Se trató de una videoconferencia breve y, para mí, poco significativa. Me postulaba a una plaza en la Universidad CEU Cardenal Herrera, en su campus de Elche; esa conversación formaba parte del proceso de selección de candidato/a. A duras penas esa imagen pixelada hubiera podido trasladarme algo de lo que estábamos llamados a vivir juntos los siguientes años.

Aquella Universidad y aquel campus se convirtieron en mi casa, por tres años, desde septiembre de 2011. Él era entonces el máximo responsable académico del campus de Elche. Bien pronto me di cuenta de que no se trataba, en absoluto, de un mero gestor. Lejos de ocuparse sobre todo de cuestiones de viabilidad y funcionamiento –que también–, se interesaba por el sentido de las cosas, de la docencia, de la investigación, de las relaciones humanas; sin ese sentido, tampoco se da la viabilidad o la eficacia. Así que compaginaba el cargo de vicerrector con la tarea docente y con una investigación que no le dejó nunca: el cruce, a distancia de siglos, entre Aristóteles y Max Scheler, sobre el trasfondo de la cartografía axiológica. 

La sensibilidad hacia los valores, sus proyecciones en el ámbito de la existencia y los matices que se debe reconocer para entenderlos a fondo le importaban. Poco a poco me fui dando cuenta de que todo ello –su tarea institucional, su trabajo docente, su investigación, la vida familiar que yo barruntaba tras lo que conocía de primera mano– tenían la unidad propia de lo que brota de la vida. Que todo eso era su vida. 


En la educación, docente y discente miran juntos hacia algo que va más allá de ellos. Ese horizonte abarca la existencia entera: no concierne ya sólo contenidos teóricos, que dan pie a la erudición, ni destrezas prácticas, que capacitan en el orden de lo pragmático. Tampoco se trata sólo de una cuestión de simpatía, de proximidad emocional. Todo ello se encuentra recogido, sí, en ella; pero la educación implica, por encima de todo, el crecimiento espiritual. Con “espiritual” se entiende aquí la configuración de la subjetividad no ya sólo como mera red psíquica –modos de percibir y sentir, de expresarse, de interactuar– sino como centro autoconsciente que se despliega en potencialidades tendencialmente libres, en contacto vivo con horizontes intelectuales y morales captados en su estructura esencial. 

Por eso la educación no es sólo un asunto del intelecto, ni de capacidades técnicas, ni de emociones: es también un asunto espiritual. Y, por eso, su clave se halla en la implicación personal. En dicha implicación, el educador camina con un paso de ventaja –de donación–, cosa que se muestra con más claridad cuanto más pequeño es el educando. Por su parte, esa predisposición al trabajo espiritual se traduce en un requisito profundo y de largo alcance: la vocación docente.

La educación tendrá éxito si se lleva adelante en el seno de un compromiso guiado por la vocación. Lo mejor de los modelos educativos más tradicionales o más innovadores sólo conseguirá sortear sus Escila y Caribdis –el desinterés y la desafección o la falta de un aprendizaje significativo, por un lado; la debilidad conceptual, la hiperactividad o la desorientación formativa, por otro– si sus propuestas son llevadas a cabo desde ese grado de compromiso que sólo la vocación docente puede proporcionar y mantener. Es la vocación la que crea el marco de confianza en el que la persona puede dar espacio al trabajo y darse. Ese compromiso tiene su raíz en el amor activo.

«La esencia del proceso formativo descansa en un acto espiritual, en el amor al otro, ya que, como he señalado, la Bildung [formación] exige un proceso de descubrimiento del ordo amoris real e ideal del alumno, de quién es y de quién puede llegar a ser, de cuál es su realidad y a dónde se proyecta. Sólo desde esta condición previa se pueden dar unas profundas relaciones de simpatía (...). Como bien señaló Scheler, solo la simpatía fundada en el amor es sólida.»

Y, por eso mismo,

«no es posible la educación en el sentido profundo del término sin personas y sin amor, sin una imagen del proyecto personal del alumno en el espíritu del maestro, sin una apuesta por el alumno, sin un compromiso previo con el destino del otro, sin un compromiso con la persona. Por supuesto que la educación escolar tiene aspectos técnicos, tiene ámbitos específicos de saber y estrategias pedagógicas más o menos acertadas, pero todos estos elementos se desestructuran si no están presididos por un contexto formativo, si no están presididos por la educación de la persona y no del yo psíquico.»

Estas ideas son las suyas, y las de una tradición enraizada en Scheler. Fueron desplegadas en el marco de una conferencia que precedió a la proyección de la película de Arthur Penn El milagro de Ana Sullivan, emocionante recreación del trato entre la niña sorda y ciega Helen Keller y la maestra que le abrió la comprensión del mundo. Tuvo lugar en el Centro de congresos “Ciudad de Elche”, en el marco de un ciclo que organicé en torno a una serie de problemas antropológicos y a su tratamiento en el cine. 

Le invité a ocuparse del film sobre Helen Keller y Anne Sullivan… y no podía imaginarme que la temática le iría tan bien, hasta el punto de que la conectaría orgánicamente con los hilos conductores de su pensamiento. Esa contribución dio pie a un magnífico capítulo de libro, publicado en un volumen colectivo que reunió a filósofos amigos y perspectivas estimulantes. De él proceden las citas que acabo de reproducir.


Hace casi siete años que me trasladé a la ciudad del Turia, para incorporarme a la Universidad de Valencia. La Universidad CEU Cardenal Herrera y sus queridos habitantes no han dejado de acompañarme. He aquí que me llega la noticia de su fallecimiento… y, con ella, un alud de mensajes, de pésames mutuos, que dan testimonio de la perplejidad, del lugar que él ocupaba en nuestros corazones y que ya no dejará nunca de ocupar porque somos parte de su destino.

Has muerto, César, cuando aún tenías tanto que dar. A ti se te aplican las palabras con las que Homero glosó, en la Ilíada, la muerte de Héctor: «El alma voló de los miembros y bajó al Orco, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven». Palabras en griego que rezuman dolor y aprecio. ¡Como te hubieran gustado a ti, que estimabas tanto la cultura griega y su lengua! Y, sin embargo, ¿por qué hablo en pasado…? Tú vives, César; yo creo que sigues vivo en las manos de Dios, que no deja caer en la nada a sus criaturas; y vives en la chispa encendida en nuestra memoria.

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César Casimiro Elena falleció el 20 de mayo. Las citas provienen de las páginas 43 y 45-46 de su capítulo “El papel de la inserción lingüística en el proceso de construcción personal” en el volumen Cerebro, mente, cuerpo, persona. Antropología cinematográfica (CEU Ediciones, Madrid 2012, pp. 29-50). En la imagen, una escena de la película de Arthur Penn The miracle worker (1962), distribuida en nuestro país como El milagro de Ana Sullivan.

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