Toda sociedad democrática halla
en la pena de muerte uno de sus límites. El poder del Estado ha de retroceder
llegado a él. En la maduración histórica de sus raíces culturales y en la
reflexión sobre los horrores pasados y recientes, la cultura europea ha
alcanzado a este respecto una saludable madurez: a la mayoría de los europeos
nos parece que un castigo ejemplar a los delitos más graves ha de pasar por apartar
al delincuente de la comunidad, y es en la duración máxima de ese alejamiento
que difieren las sensibilidades políticas; ahora bien, hay amplio consenso en
que un poder civilizado y responsable no puede, no debe mancharse de sangre.
Con todo, la historia reciente del poder exhibe juicios
sumarios sobre la vida y la muerte –¡demasiados!– que avergüenzan nuestra
conciencia moral. Y en el momento fundacional de los regímenes modernos emergen
los años de terror que acompañaron a la convulsa Revolución francesa.
A la declaración de los ideales de libertad, igualdad
y fraternidad siguió el atroz contrapunto de las luchas intestinas entre
girondinos y jacobinos. Estos últimos prevalecieron durante poco más de un año gracias
a la mano de hierro y a la ausencia de escrúpulos de Maximilien de Robespierre,
quien instauró el “terror revolucionario”: un régimen que derogó las garantías
ciudadanas para atajar de inmediato cualquier (presunto) intento de sabotear
reformas. Bajo su instigación y tan sólo durante ese período (1793-1794) fueron
asesinados decenas de miles de franceses: no ya miembros del derrocado poder
monárquico o nobiliario, sino compañeros de partido (como Hébert, portavoz
radical de las clases populares), intelectuales y librepensadores, campesinos y
obreros.
Algunas de las víctimas son tan notorias como Antoine
de Lavoisier. Entre otros logros, en 1787 Lavoisier había coeditado el Sistema de nomenclatura que incluye la
tabla de elementos con la cual arranca la historia de la química moderna y que
fundamentó en su Tratado elemental de
química de 1789. Cinco años después, tras haber sido denunciado por colaborar
con el sistema de aranceles aplicados a los productos agrícolas, fue condenado
a muerte. Lavoisier suplicó un aplazamiento de quince días para terminar unos
estudios de utilidad pública, a lo cual el juez, Jean-Baptiste Coffinhal,
habría sentenciado: “La República no necesita sabios ni químicos. La justicia
no puede detener su curso” (Montgaillard: Histoire
de France, p. 198). Fue decapitado ese mismo día, 8 de mayo de 1794. El 28
de julio –el mes de Termidor en el calendario republicano– lo sería Robespierre,
considerado ya un peligro por sus propios correligionarios. Hasta entonces,
Francia ardió en años de furia aherrojados por la delación y el empleo de la
guillotina, arma y símbolo del terror.
A la luz de todo ello resultan sorprendentes las
afirmaciones con las que Pablo Iglesias abrió el programa “Fort apache” el 27
de enero de 2013 en HispanTV [cadena pública iraní que emite en español desde
Madrid]. El vídeo está colgado en internet. Tras referirse –entre jocosa e
irónicamente– al ingenio sugerido por el diputado Guillotin para evitar
sufrimientos a los ajusticiados, Iglesias alude a los horrores que “nos
habríamos evitado los españoles de haber contado a tiempo con los instrumentos
de la justicia democrática”. Y es que, tal y como sostuviera Robespierre, “castigar
a los opresores es clemencia, perdonarlos es barbarie”. Concluye el breve
exordio ponderando a ese “gran revolucionario”.
Esas reflexiones prologaban una entrega de “Fort
apache” dedicada a Juan Carlos I bajo el título “¿Un rey en la guillotina de la
historia?”. Bien es cierto que para ese viaje no hacían falta tamañas alforjas.
Los no monárquicos no precisamos para serlo que se nos encarezca las ventajas de
un ingenio macabro; como tampoco necesitamos lecciones políticas a cuenta de
una cadena financiada por un régimen, el iraní, que ignora la división de
poderes (el Líder Supremo supervisa tanto el parlamento como la judicatura y el
ejército) y que se articula de forma teocrática (las sentencias del tribunal
especial del clero, por ejemplo, son inapelables y se rigen por la ley
islámica).
Pero dejemos al margen esos asuntos y centrémonos en
lo dicho por Iglesias. Llama la atención el trazo grueso de sus afirmaciones.
¿Realmente podemos creer que el objetivo de Robespierre –ese “gran
revolucionario”– era derramar clemencia sobre la sociedad francesa, o que sus
adversarios fuesen los opresores de la voluntad popular…? Lo que sabemos parece
apuntar más bien a un ansia de poder incontestado propia de una casta. Por otra
parte, el hecho de que los juicios sumarios camparan a sus anchas hace inviable
la apropiación de la fase jacobina como luminoso modelo de justicia. No se
entiende el elogio al principal instigador de la incertidumbre y del miedo que
protagonizaron aquellos años; más aún: la inestabilidad generada entonces proporcionó
el combustible al caudillismo militar de Napoleón y a la autoafirmación del
Estado francés como Imperio que buscó expandirse –otra vez a sangre y fuego– a
lo largo y ancho de Europa. La herencia progresista legada por la Revolución
francesa no está en Robespierre. Resulta chocante que Iglesias, profesor de
Ciencias políticas, haga un tal alarde de tosquedad intelectual.
Las palabras son poderosas: crean marcos de sentido
que transforman la realidad. Pero la transformación a la que alude aquella
desafortunada arenga televisiva no es progresista ni apunta hacia lo mejor:
rescata de la historia de Europa unas páginas atroces –en el sentido freudiano,
siniestras– y las reviste con una pátina de gloria. No se puede, no se debe
jugar con las palabras. Máxime, cuando se trata de algo tan crucial para una
democracia como el poder sobre la vida y la muerte.
Imagino que su propósito era abrir el programa de forma
ingeniosa; empleó para ello una ironía de alcance, eso sí, mal calculado. Pero ni
siquiera esta suposición disipa las dudas. De un político se pide
discernimiento antes de hablar, justeza al hacerlo y coherencia a la hora de poner
en práctica lo dicho. Las palabras de Iglesias no denotan lo primero ni lo
segundo. Que en el futuro disponga de poder para lo tercero no depende de él
sino de los votantes. Ojalá la esperanza de tantos que han aupado a su partido
en las encuestas no haya de ser preámbulo –tal y como sucedió con el “gran
revolucionario”– de la decepción y el abandono; y ojalá el Termidor de la
desafección ciudadana no llegue cuando sea demasiado tarde.
__________
Artículo propio publicado en el diario Levante (Valencia, 12/03/2015). En la imagen: La muerte de Marat, óleo pintado por Jacques-Louis David en 1793 (Museo Real de Bellas Artes, Bruselas). Durante la Revolución, Jean-Paul Marat descolló como periodista radical y apoyó activamente las masacres jacobinas; fue asesinado por la joven girondina Charlotte Corday.
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