martes, 19 de enero de 2010

A qué sombra dormimos
















Los comentarios que Rafael y Alejandro han dedicado a mi último post me han dado que pensar. Me refería yo a las que considero virtudes del film Avatar: entre ellas, la llamada de atención sobre la necesidad de volver al sentido y el sabor de la Naturaleza. Comentaba Rafael: “Deseamos un cambio. Creo que muchos queremos mudar la piel y respirar con fuerza”. Alejandro, en cambio, reconocía en la película “una impugnación de la cultura occidental y una expresión más del odio que el hombre contemporáneo siente contra sí mismo (contra su historia, sus valores, sus formas de vida...), llevado al paroxismo en la película por el ‘cambio de cuerpo’ del protagonista”, en una argumentación que prolonga en su propio blog.

Hay mucho de cierto en esa sospecha de repudio, que apunta a un pavoroso desconocimiento de nosotros mismos y de nuestro entorno. Sin embargo, la Naturaleza es también el hostil escenario de la cadena de depredación, o de horrores como el terremoto de Haití. En cambio, la cultura humana promueve reacciones que van más allá de la lógica de supervivencia personal: la oleada de solidaridad desatada por la debacle en Puerto Príncipe así nos lo muestra, una vez más. Que la compasión y la ayuda tengan su trasfondo biológico-evolutivo –como ya adelantara Darwin– no niega la mayor: la evolución cultural perfecciona y mejora nuestro bagaje natural. Y aquí entran en juego todos los beneficios (sociales, educativos, científicos, urbanísticos, políticos, sanitarios…) que la cultura trae consigo.

Contraponer cultura y Naturaleza nos lleva, pues, por un camino errado. Todo esto tiene que ver con la cuestión hermenéutica ligada a la interpretación del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, redactado por J. J. Rousseau en 1754 para participar en el concurso de la Academia de Dijon. Llamando la atención sobre los efectos perversos de la generación social de necesidades artificiales, Rousseau en modo alguno propugnaba el retorno a un hipotético estado natural, ingenuamente idealizado. Más bien, como comentaba Rafael, “la mayor sofisticación consistirá en lograr un equilibrio entre la Naturaleza y nuestra condición humana”.

Se presenta aquí uno de los mayores retos de nuestra civilización, al que está asociada incluso nuestra viabilidad como especie. Ese reto se halla conectado con el redescubrimiento de nuestra interioridad. La alienación de sí mismo, en pos de necesidades artificiales creadas por la lógica consumista, se encuentra en la raíz de muchas insatisfacciones y pretensiones de dominio. Magistralmente lo musicalizó Haendel en una bellísima aria de Rodelinda:

Pastorello di povero armento
pur dorme contento
sotto l’ombra di un faggio o d’alloro.
Io, d’un regno monarca fastoso,
non trovo riposo
sotto l’ombra di porpora e d’oro.

(Pastorcillo de un pobre rebaño / duerme, no obstante, tranquilo / a la sombra de un haya o de un laurel./ Yo, de un reino monarca fastuoso, / no hallo reposo / a la sombra de púrpura y oro.)

A qué sombra dormimos: en descubrir la respuesta a esta pregunta –y en buscar la sombra mejor– se cifra el éxito de nuestra vida.
__________
En la imagen: “Foreign Land / Neighboring Land”, por Zachstern (fuente: flickr.com).

jueves, 7 de enero de 2010

Avatar














Ayer, y en buena compañía, asistí a la proyección de Avatar. Lo cierto es que el film me ha llamado la atención. No por la filigrana de sus efectos especiales: que la industria de animación llegaría a cotas de virtuosismo como las que aquí se exhiben se dejaba vaticinar ya, hace siete décadas, a partir de los delicados movimientos de Blancanieves en el film homónimo de Disney. No se trata de eso.

A mi modo de ver, Avatar plantea una pregunta importante: qué entendemos por progreso. En el film, qué significa progresar queda encarnado por la tribu indígena y por los humanos que se unen a su causa frente a la voracidad depredadora de los invasores. Los indígenas no quedan retratados en términos ingenuos; disiento, en este punto, de una penetrante crítica escrita por Juan Manuel de Prada en Abc. Ellos se sirven de la Naturaleza, la utilizan – eso sí, con la conciencia viva y agradecida de ser sus deudores. El trasfondo panteísta de la trama queda hábilmente diluido en una vaga concepción espiritualizada de la Naturaleza: los miembros de la tribu se saben conectados, entre sí y con el mundo que les rodea, por lazos espirituales que resulta preciso cultivar. ¡Y qué necesario resulta, en nuestra sociedad, atender al sentido de la tierra, contemplar el mundo en su despliegue natural para desplegar nosotros nuestra interioridad!

La estructura del film recoge, además, uno de los temas clásicos de la cinematografía: la lucha por las causas perdidas. A menudo soslayamos lo que podríamos hacer de grande y bueno porque estamos absorbidos por nuestras mezquindades. La peripecia del protagonista puede ser leída, a esta luz, como un segundo nacimiento posibilitado por el encuentro con la Naturaleza y el amor. Atreverse a arriesgar por aquello que lo merece, aunque no tengamos garantías de ganar: he aquí una de las enseñanzas que el acomodamiento propio de nuestra sociedad nos hurta de continuo.

En Avatar hallamos algunos destellos de lo mejor que una obra de la imaginación puede transmitir. Súmese a ello su fulgurante envoltorio virtual: no es poco para una tarde de palomitas en un cine a rebosar.
__________
En la imagen: imagen promocional de Avatar (James Cameron, 2009). Fuente: peliculas.info.

lunes, 4 de enero de 2010

Infancia















Ayer tuve oportunidad de participar en una celebración de Reyes Magos. En ella hacían acto de presencia los pajes correspondientes a Melchor, Gaspar y Baltasar. Cada niño, de los muchos presentes, saludaba al paje de su elección, que le dirigía algunas preguntas y le transmitía algún mensaje de parte de los Reyes. ¡Qué cosas fueron dichas allí! ¡Con cuánta transparencia e ilusión se expresaban! ¡Qué hermosa inocencia, la de los niños!

Son muchas las interpretaciones que se ha dado al dicho evangélico sobre los niños: a los que son como ellos pertenece el Reino de los cielos. Una de ellas resuena en mí de manera especial a raíz de la experiencia de ayer. Ellos tienen sensibilidad al misterio. No porque algo les supere lo descartan de manera automática; quizá porque son conscientes –con una forma incipiente de autoconciencia reflexiva– de su pequeñez, de lo mucho que les queda por aprender.

Esa actitud infantil halla sus polos extremos, mutuamente contrapuestos, en la credulidad irreflexiva y en la necedad. El excesivamente crédulo está dispuesto a aceptarlo todo sin disponer de fundamento suficiente; de este modo, devalúa el objeto de su creencia y queda a merced del viento de las opiniones. El necio, en cambio, no acepta aprender nada, porque pretende saberlo todo; esa cerrazón lo impermeabiliza frente a la posibilidad de crecer intelectualmente y de experimentar lo nuevo, lo nunca antes imaginado.

En la mirada inquisitiva de los niños se refleja algo del origen primigenio, de la criatura paradisíaca, del hombre auténtico que estamos llamados a ser. Pregunta, apertura, acogida, conciencia de la propia pequeñez y de lo mucho que se ha recibido: con ellas se teje la estructura de lo auténticamente humano.
__________
En la imagen: “Las líneas blancas, ¡casa!”, por Etringita (fuente: flickr.com).