lunes, 22 de diciembre de 2008

La nueva sensibilidad



En 1988, el filósofo español Alejandro Llano –acaba de editar sus memorias, Olor a yerba seca, que con gran interés estoy leyendo estos días– publicó una obra adelantada a su tiempo. Su título: La nueva sensibilidad. Llano se refería ahí a los indicios de una forma distinta de entender las interacciones sociales. Entre los síntomas de esa sensibilidad de nuevo cuño se encontraba el avance de los factores cualitativos respecto de los cuantitativos y la importancia concedida a la solidaridad. Qué duda cabe de que fenómenos como el auge de las Organizaciones No Gubernamentales, el creciente valor atribuido a la proyección social de las empresas, el interés por el ecosistema o las características de ciertas tribus urbanas constituyen signos elocuentes de esa mentalidad en ciernes.

A pesar de esos indicios, los años noventa han sido testigos en España de tendencias opuestas a la nueva sensibilidad. La favorable coyuntura económica ha traído consigo, para muchos, un deseo desenfrenado de enriquecimiento rápido y sin trabajo (por ejemplo, a través de la especulación inmobiliaria); para otros, un repliegue en el individualismo (reflejado, por ejemplo, en el clamoroso distanciamiento de los ciudadanos respecto de los asuntos políticos, o en las frecuentes dificultades de las plataformas cívicas y asistenciales a la hora de encontrar apoyo de inversores privados).

En este contexto, hay dos noticias recientes que merecen ser leídas en paralelo. Ambas saltaron a la opinión pública el pasado martes 2 de diciembre. Se trata del registro de dos aumentos estadísticos: el del número de parados y el del número de abortos. El primero se elevó a 2.989.269 personas, dato cuyo precedente más próximo se remonta a febrero de 1996. Se trata de un drama humano de enormes dimensiones. Por su parte, el número de abortos ha alcanzado 112.138 en 2007. Esta cifra se corresponde con una tasa de 11,49 abortos por cada mil mujeres entre 15 y 44 años: aproximadamente el doble que en 1998. En esta estadística, Murcia ocupa el tercer puesto nacional.

No me parece descabellado trazar una línea de conexión entre ambos fenómenos. El desaforado aumento del número de abortos entronca con varios procesos de índole diversa (entre ellos, los relacionados con el incremento de los embarazos no deseados entre adolescentes o con las características de algunos colectivos implicados), pero también enlaza con una tendencia transversal de fondo: el auge del individualismo. Desde el punto de vista científico, no existen dudas en torno al estatuto del embrión: se trata de un organismo vivo, con estructura individual y patrones de desarrollo específicos codificados en su ADN; es digno de la misma protección que se dispensa a un bebé o a un anciano. Sin embargo, muchas jóvenes se sienten incapaces de afrontar su embarazo sin ayuda y abortan debido a la presión (social, económica, de su pareja). No se trata de culpabilizar a las víctimas, sino de ayudarles. Precisamente por esto me interesa referirme aquí a la faceta social del problema.

El individualismo creciente ha insensibilizado a gran parte de la población respecto del drama humano del aborto. A fuerza de vaciar las palabras de significado se ha llegado a confundir la tolerancia con la indiferencia, mientras miles y miles de mujeres se convierten en víctimas de una tragedia de profundas consecuencias psicológicas y espirituales. Emerge aquí esa forma de individualismo que ha dado lugar a la especulación salvaje en el sector inmobiliario y que ha contribuido a generar la crisis económica de la que el paro constituye un dramático reflejo. Un individualismo que corroe el fundamento de los vínculos sociales.

¿Seremos capaces de advertir el alcance de la situación en la que nos encontramos? ¿Podremos aprovechar la oportunidad que la presente crisis trae consigo? ¿Encontraremos el modo de trocar en bien el mal…? Ha llegado el momento de apostar por la nueva sensibilidad: por una civilización que, recogiendo la mejor savia de la tradición europea, promueva relaciones de solidaridad entre las personas y las comunidades; una cultura en la que los colectivos, agrupaciones y agentes sociales recuperen las iniciativas que indebidamente monopoliza el Estado; una sociedad que perciba lo auténticamente importante. Una mentalidad, en suma, sensible hacia la distinción entre precio y valor. Aquello que tiene un precio –señala Kant– puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se eleva por encima de toda cuantificación, y que no puede ser sustituido por cosa alguna, no tiene precio: tiene dignidad.

El ser humano está más allá de todo precio. Su dignidad lo convierte en un microcosmos cargado de sentido. ¿Nos ayudará la actual crisis a gestar una nueva forma de vivir…? En esta pregunta reside, a mi entender, uno de los desafíos cruciales de la época histórica que se abre ante nosotros.
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En la imagen: Óleo de Joachim Patinir: "Paisaje con san Jerónimo", 1515 (detalle).

jueves, 11 de diciembre de 2008

Die Welle



Esta mañana hemos asistido a una proyección cinematográfica particular. He llevado al cine a mis (muchos y queridos) alumnos de Ética fundamental; han abierto la sala para nosotros, y hemos disfrutado. La película: un film alemán rodado en 2007: La ola (Die Welle, dirigido por Dennis Gansel). Se trata de una hermosa y dura llamada de atención. Sobre ella ha publicado una entrada en su blog la periodista Eva Jiménez.

La película recrea ciertos acontecimientos que tuvieron lugar en 1967 en el Instituto Cubberley (Palo Alto, California) y muestra algunos resortes psicológicos que subyacen a las dinámicas sociales y comunitarias. Un proyecto escolar se convierte en un auténtico experimento. El objetivo del profesor: mostrar cómo un grupo de alumnos, convenientemente manipulado, puede impregnarse del espíritu que conduce a una dictadura o un totalitarismo. Nace así 'Die Welle (‘La Ola’), y con ella un monstruo gestado en el seno mismo de una sociedad democrática. “¿Creías que no se podía repetir?” es la frase que acompaña la publicidad del film: el espectro del nazismo, del fascismo, del estalinismo.

La película posee la finura suficiente como para dar pie a varias reflexiones. Me interesa, en particular, lo que de bueno había en La Ola. El grupo respondía a auténticas necesidades de los jóvenes: en particular, a la necesidad de un ideal, de sinceros lazos de amistad, de sentirse valorados. Cuando el profesor pregunta, al inicio, qué factores han de concurrir para que se desarrolle un régimen autocrático, el joven Tim contesta con una palabra muy significativa: “Insatisfacción”. Insatisfacción, anhelos sofocados, ansia de sentido. Él lo sabe mejor que nadie: su existencia desangelada, descuidada por sus padres, ayuna de amistades, encuentra en La Ola un apoyo y un hogar. Por eso repetirá más tarde que el grupo no se puede disolver: la Ola es “su vida”.

Las dictaduras y los totalitarismos germinan en terrenos moralmente corrompidos. Y esa corrupción moral encuentra su mejor abono en una sociedad fragmentada, donde los lazos humanos –familiares, de amistad, de solidaridad y colaboración– están enfermos. Bien lo sabían los líderes nacionalsocialistas: el deseo de integración en el grupo favorecía que los soldados se implicasen en las masacres. (Hace algunos meses me referí a este asunto en otra entrada).

La ola es una llamada de atención. Me preocupa que la política española se esté convirtiendo en un escenario donde priman los intereses egoístas de grupos alucinados (pienso, en particular, en los nacionalistas de toda laya) y en el que cada vez resulta más difícil llegar a consensos razonables. Hoy mismo aparece en ABC una acertada “Tercera” sobre este asunto, escrita por Emilio Lamo de Espinosa. Me lo decía el acomodador del cine esta mañana: qué bueno es que los jóvenes vean esta película. Estamos a tiempo de evitar el horror. Aprovechémoslo.

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En la imagen: “La ola. Evocación de Hokusai”, por González-Alba (fuente: www.flickr.com).