lunes, 11 de diciembre de 2017

Así habló Zaratustra













Mi añorado amigo Higinio Marín escribió hace unos meses un artículo sin desperdicio (“La falla occidental”, Levante 10/12/2016, p. 3). Es el suyo un texto sugerente, pensado y escrito con esmero. Se refiere ahí a una escisión, una falla que quiebra las sociedades occidentales poniendo en peligro su estabilidad. El movimiento de esas “placas tectónicas” se debería a la “extrema bipolarización entre conservadores y progresistas” en una dialéctica excluyente, sin superación a la vista. 
Tal fractura se remonta a los albores de la Modernidad “en la revisión crítica de la tradición que supuso la Revolución francesa y que dio lugar a una democracia contra Dios, frente a la Revolución americana que proclamó la democracia y la igualdad de los hombres como ciudadanos ante Dios. Y es que, al menos en buena medida, el enfrentamiento entre esas dos versiones de Occidente es la última aunque soterrada mutación de las guerras de religión”. Ante ese final de ciclo, propugna una despolitización del bien común –de los modos opuestos de concebirlo, que luchan por imponerse– por cuyo medio se recree la convivencia entre discrepantes.
No puedo sino estar de acuerdo con el corolario de las reflexiones de Marín. No creo, sin embargo, que el problema de Occidente resida en esa fractura desencadenada como polarización política y social; éste era más bien el trasfondo sobre el que se recortaban las luchas de poder en la Guerra fría – luchas que bebían, sí, de las tensiones internas de una Modernidad irredenta. Pero ése no es ya nuestro escenario. Y diagnosticar en qué consiste dicha “falla occidental” reviste la mayor importancia en una época de transición hacia lo desconocido.
Me pregunto, en primer lugar, qué puesto puedan ocupar hoy en el diagnóstico las “guerras de religión”. A primera vista, de tales pueden ser calificados los conflictos que asolan Oriente próximo y ponen en jaque al planeta. Pero no es la religión, sino la instrumentalización política de lo religioso, lo que está ahí en juego (así lo he argumentado en “La raíz irracional del fanatismo”, Levante 16/01/2015, p. 33). Esa falla, además, escinde dos amplias regiones del mundo y no recorre Occidente por dentro. Esto no excluye que en nuestro ámbito existan posturas polarizadas en torno a lo religioso. Ahora bien, esas posturas no dictan la agenda de la política occidental en general ni nacional en particular: se trata de coletazos de un mundo –el moderno– cuya acta de defunción tarda en sustanciarse.

Fue probablemente Nietzsche quien con mayor clarividencia levantó tal acta. Su desarrollo intelectual y su abjuración de la fe trajeron consigo una indignación creciente contra quienes pretendían que el ocaso de Dios –de su presencia normativa en la cultura– pudiese tener lugar sin incumbir al tejido mismo de la sociedad, a los modos de relacionarse, a la moral. Es la invectiva que lanza contra Strauss en la primera de sus Intempestivas; la acusación que dirige, aquí y allá, contra el carácter pequeño burgués; la admonición, solemne y escalofriante, de su profeta Zaratustra, ya desde las páginas de La ciencia jovial. Será preciso recrear los valores; será preciso que el hombre supere al hombre si ha de estar a su propia altura. Y aquí “se inicia la tragedia”, el advenimiento de lo más grande jamás sucedido.
Privado de las seguridades otrora dispensadas por la normatividad de las instituciones políticas o religiosas; desengañado de las promesas enarboladas por las democracias surgidas tras la Segunda guerra mundial; desorientado por el desenfreno de las formas supranacionales de poder económico, el hombre postmoderno se confronta con su propio límite. No hay recetas para enfrentarse a los monstruos producidos por el poder de un mercado que para perpetuarse –y para alejar el horror que llega a las puertas en la persona del refugiado, del pobre o del hambriento– requiere el crecimiento exponencial del consumo, el aumento incesante de la productividad y la generalización de la indiferencia. 
La alternativa a ser triturado en el engranaje parece ser el caos externo. Muchos se debaten entre la agudización del malestar y los paliativos que el sistema les ofrece, desde los antidepresivos y los psicolépticos en general hasta el opio suministrado por televisión y la adormidera del consumo. Los populismos de toda laya y sus voceros más lamentables, desde Berlusconi, Orban o Le Pen a Trump, no son más –ni menos– que el espejismo al que muchos se aferran para conjurar ese malestar.
Pretender que la falla que fractura Occidente sea la voracidad del neocapitalismo es, con todo, reductivo. Esa voracidad y el modo en que mina nuestra convivencia son, a su vez, síntomas de una enfermedad mortífera. Aludiendo a esto –a la “enfermedad mortal”– se refería Kierkegaard a esa “desesperación de la finitud” que consiste en dejar que las urgencias del presente y el adocenamiento en la masa le arrebaten a uno su propio yo. Esa callada desesperación se nutre del temor. Hay también una forma de melancolía que priva a quien la padece del gusto por la vida. Es lo que los antiguos llamaron “acedia”, la negativa a celebrar la vida y a festejar el momento. Me pregunto si nuestras sociedades del bienestar no terminan por apagar la vida a fuerza de blindarla, de adocenarla, de narcotizarla.

Liberar el potencial de la existencia pasa también por un proyecto político. Y es aquí donde mi perspectiva acaba por divergir de la de Marín. No se puede despolitizar el bien común – precisamente porque la posibilidad misma del bien común, aquí y ahora, es un asunto político. Hay estructuras de poder perversas de suyo, que conspiran para extraer lo peor del ser humano; sólo la acción política, en su mejor versión, puede aspirar a desactivarlas. En el contexto de la “falla occidental”, el blanco de una praxis realmente transformadora no será ya la polarización político-social sino lo que ésta encubre: la incapacidad cultural de hacer frente al poder, transversal y omnímodo, del mercado.
Todo lo anterior no excluye que, habiendo pensado globalmente, actuemos localmente. Las relaciones de buena vecindad son un buen comienzo, forman parte de la política entendida en el mejor sentido. Esa política que en nuestro escenario –global, complejo, inédito y, por eso mismo, grávido de posibilidades– precisa, hoy más que nunca, de imaginación.

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Artículo propio publicado en el diario Levante (19/12/2016, p. 3). En la imagen: fotograma del film 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968).

miércoles, 11 de octubre de 2017

Es urgente recobrar la cordura













La catalana es una hermosa lengua que a veces desvela tesoros ocultos. Entre ellos se encuentra la palabra seny. Su campo semántico atañe a la comprensión de las cosas; no ya una comprensión al uso, característica de un intelecto cultivado según las coordenadas de la época y las costumbres, sino una cierta intemporal sabiduría que fundamenta el consenso en torno a verdades evidentes. El seny recoge, pues, la herencia de la escuela escocesa del common sense, añadiéndole un matiz moral activo: frente al sentido común, como vertiente más bien receptiva y pragmática, el seny implica un elevarse por encima de la percepción cotidiana y puede llevar a asumir retos más allá de lo que el sentido común estaría dispuesto a aceptar.
Hubo un momento en que el proceso de promoción de una república independiente catalana fue leído como expresión de ese seny que no es tan solo mero sentido común sino también apuesta por retos razonables. A día de hoy, sin embargo, el seny parece haberse esfumado. Escribo estas líneas invadido por una profunda inquietud. La misma que asalta a mis colegas, amigos y amigas, en Cataluña.

La coyuntura ofrece muchos ejemplos de lo que no se debe hacer. Por un lado –el del Gobierno de la Generalitat–, el irresponsable seguidismo, para mantener la aritmética del poder, de minoritarios grupos extremos; la promoción de una propaganda simplista, que a menudo falsea datos y mucho tiene que ver con la postverdad de la era Trump; el desprecio por los cauces democráticos, que contemplan una vía legal para posibilitar un referéndum pactado; la ruptura del diálogo con gran parte de la sociedad catalana, que ha expresado su opinión en un referéndum –el que llevó a aprobar la Constitución en Cataluña por mayoría absoluta– y en los comicios autonómicos, incluidos los de 2015 (en que los votantes favorables a opciones no independentistas fueron más de la mitad)... La suma de esos despropósitos ha producido niveles de precipitación y autoritarismo impropios de un gobierno razonable. 
Por otro lado –el del Gobierno estatal–, se ha dado una sucesión de torpezas que se arrastra desde lejos: la falta de inteligencia política para evitar reavivar problemas, como en el caso de la derogación del Estatut y en varios desarrollos de los últimos siete años; la impericia a la hora de resolver conflictos sin secundar estrategias ajenas, como sucedió el domingo, ante la inseguridad generada por la inacción de los mossos d'esquadra, posibilitando inadmisibles estampas violentas que nada tienen que ver con la realidad social y que nos indignan; y, last but not least, una gravísima carencia de imaginación para proyectar el futuro y dar pasos hacia un mejor marco institucional. 
A todo ello se ha añadido, en los días inmediatamente posteriores al referéndum ilegal, la tozudez institucional. Puigdemont ha desoído no sólo la legalidad vigente –refrendada por mayoría absoluta en Cataluña– sino también su propia ley del referéndum, que le atribuía validez si y sólo si contaba con garantías legales (no cumplidas, dado que no hubo ni censo actualizado ni observadores de los partidos representados en el Parlamento catalán); desoye a la mitad del propio Parlamento de Cataluña (contraria a su organización), a los letrados de esa misma cámara (que han pedido repetidas veces que se interrumpa el proceso), a varios de los socios hasta ahora adheridos a sus tesis (como la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau); desoye la petición expresa de los Gobiernos de los Países catalanes –del País valenciano y de Baleares– y la exhortación explícita del Parlamento Europeo a respetar los cauces democráticos. Desoye a gran parte de la ciudadanía catalana, que asiste perpleja a esta escalada. No es manera de constituir un Estado que garantice sus derechos a los ciudadanos. Así, al menos, lo veo yo, que defiendo el derecho a la autodeterminación democrática de los pueblos. 

La mayoría de nosotros –catalanes, madrileños, gallegos o murcianos– desea vivir en paz. No nos merecemos procesos como éste. La concordia entre los pueblos no está reñida con el aprecio por la identidad cultural; lo experimento como ciudadano progresista y español, murciano de nacimiento y valenciano de adopción, que vive y trabaja en la hermosa lengua valenciana y catalana. Esa dicotomía es falsa y nos distrae de los verdaderos problemas del mundo. Creo que este tipo de conflictos requiere de nosotros ir más allá de ese discurso, ya que su estrechez de miras constituye el origen mismo del problema. 
Señor Puigdemont, señor Rajoy: es preciso frenar esta escalada. A pesar de las razones que puedan tener unos y otros, y a pesar de los errores cometidos, hay que volver a la serenidad. Por encima de todo es preciso que todos y todas, ciudadanos y ciudadanas, hablemos y actuemos como personas responsables. Varios lugares de la entrañable Cataluña se han convertido estos días en algo que nunca hubiéramos querido ver: en lugares poco amables para vivir. No obstante, no es la última palabra. El pueblo catalán está lleno de personas de buena voluntad: son nuestros hermanos y nuestras hermanas. Aún se puede parar este despropósito. Es urgente recobrar la cordura.

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Traducción castellana del artículo propio "És urgent tornar al seny", publicado en el diario Levante (11/10/2017, p. 3). En la imagen: alegoría de la paz, creación de Pablo Picasso (Museo Picasso, Buitrago del Lozoya).

És urgent tornar al seny













La catalana és una preciosa llengua que a vegades desclou tresors amagats. Entre ells es troba el mot ‘seny’. El seu camp semàntic concerneix la comprensió de les coses. No es tracta pas d’una comprensió a l’ús, característica d’un intel·lecte conreat segons les coordinades de l’època i els costums, sinó d’una certa intemporal saviesa que fonamenta el consens al voltant de certes veritats evidents. El ‘seny’ recull doncs l’herència de l’escola escocesa del common sense, tot afegint-hi però un matís moral actiu: davant el sentit comú com a vessant més aviat receptiva i pragmàtica, el seny implica un enlairar-se per damunt de la percepció quotidiana i pot dur a assumir reptes més enllà d’allò que el sentit comú estaria disposat a acceptar.
Hi hagué un moment en què el procés de promoció d’una república independent catalana fou llegit com a expressió d’eixe seny que no és tan sols mer sentit comú sinó també aposta per reptes raonables. A hores d’ara però, el seny sembla haver-se esfumat. Escric aquestes línies envaït per una pregona inquietud. La mateixa que assalta els meus i les meves col·legues, amics i amigues, a Catalunya.

La conjuntura ofereix nombrosos exemples d’allò que no es deu fer. Pel que fa al Govern de la Generalitat: l’irresponsable recolzament –en ordre a mantenir l’aritmètica parlamentària– en minoritaris grups extrems; la promoció d’una propaganda simplista que sovint amaga dades i que molt té a veure amb la postveritat de l’era Trump; el menyspreu per les vies de la democràcia, que contemplen un itinerari legal per a possibilitar un referèndum pactat; la ruptura del diàleg amb gran part de la societat catalana, que ha expressat la seva opinió en un referèndum –el que va dur a aprovar la Constitució a Catalunya per majoria absoluta– i en totes les eleccions autonòmiques, incloses les del 2015 (en què els votants que van triar opcions no independentistes foren més de la meitat)... La suma d’aquests despropòsits ha produït nivells de precipitació i autoritarisme impropis d’un govern raonable.
D’altra banda –per part del Govern estatal– s’ha succeït una sèrie de malapteses arrossegades des de lluny: la manca d’intel·ligència política per a evitar revifar conflictes, com ara en el cas de la derogació de l’Estatut i en diversos desenvolupaments dels darrers set anys; la imperícia a l’hora de resoldre problemes sense secundar-hi estratègies alienes, com va succeir l’1 d’octubre davant la inseguretat generada per la inacció dels mossos d’esquadra, tot donant peu a inadmissibles estampes de violència que res tenen a veure amb la realitat social i que ens vergonyen; i, last but not least, una gravíssima manca d’imaginació per a projectar el futur i donar passes envers un millor marc institucional.
A tot això s’ha afegit, els dies immediatament posteriors al referèndum il·legal, la tossudesa institucional. Puigdemont no tan sols ha desoït la legalitat vigent –aprovada per majoria absoluta a Catalunya– sinó també la seva pròpia llei del referèndum, que li atribuïa validesa si i sols si comptava amb garanties legals (garanties no assolides, puix no hi hagué cens actualitzat ni observadors dels partits representats al Parlament català); desoeix la meitat del propi Parlament de Catalunya (contrària a la seva organització), els lletrats d’eixa mateixa cambra (que han demanat repetidament que es deturi el procés) i diversos dels socis fins ara adherits a les seves tesis (com ara l’alcaldessa de Barcelona, Ada Colau); desoeix la petició expressa dels Governs dels Països catalans –del País Valencià i de Balears– i l’exhortació explícita del Parlament Europeu a respectar les vies democràtiques. Desoeix gran part de la ciutadania catalana, que assisteix perplexa a aquesta escalada. No és pas el mode de constituir un Estat que garanteixi els seus drets als ciutadans. Així almenys ho veig jo, que defenso el dret a l’autodeterminació democràtica dels pobles.

La majoria de nosaltres –catalans, madrilenys, gallecs o andalusos que siguem– desitja viure en pau. No ens mereixem processos com aquest. La concòrdia entre els pobles no és renyida amb l’estima per la identitat cultural: ho experimento com a ciutadà progressista i espanyol, murcià de naixement, valencià d’adopció, que viu i treballa en la preciosa llengua valenciana i catalana. Eixa dicotomia és falsa i ens distreu dels veritables problemes del món. Crec sincerament que aquest tipus de conflictes exigeix de nosaltres anar més enllà d’eixe discurs, puix la seva estretor de mires constitueix l’origen mateix del problema.
Senyor Puigdemont, senyor Rajoy: cal deturar aquesta escalada. Malgrat les raons que els uns i els altres poden haver, i malgrat les errades comeses, cal recobrar la serenitat. Per damunt de tot és precís que tots i totes, ciutadans i ciutadanes, parlem i actuem com a persones responsables. Diversos indrets de la preciosa Catalunya han esdevingut aquests dies quelcom que mai no hauríem volgut veure: llocs poc amables per a viure-hi. Tanmateix no és pas la darrera paraula. El poble català és ple de persones de bona voluntat: són els nostres germans i les nostres germanes. Encara es pot deturar aquest despropòsit. És urgent tornar al seny.

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Article propi publicat al diari Levante (11/10/2017, p. 3). En la imatge: al·legoria de la pau, creació de Pablo Picasso (Museu Picasso, Buitrago del Lozoya).

viernes, 14 de julio de 2017

Marzà, ¿Séneca o Maquiavelo?


En sus cartas a Lucilio, Séneca acuñó la hermosa expresión de un ideal: «Sea ésta la regla de nuestra vida: decir lo que sentimos, sentir lo que decimos. En suma, que la palabra vaya de acuerdo con los hechos». Más de catorce siglos después y en su obra El príncipe, Maquiavelo imprimía una vuelta de tuerca a esa regla: puesto que los hombres no suelen cumplir su palabra, el gobernante podrá contradecirla si eso le beneficia.
Una política errática ha conducido al sistema educativo a una emergencia social; de ella forma parte relevante la asignatura de Filosofía. Acreditada por una historia milenaria, la reflexión filosófica ha contribuido de manera eminente a la formación de millones de personas; y si es cierto que todos, antes o después, nos planteamos preguntas de cariz filosófico, también lo es que hacerlo trasluce lo más propio del homo sapiens. La filosofía es escuela de reflexión, es servicio en orden a la libertad; así lo ha reconocido la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que le ha reconocido un papel fundamental en los sistemas educativos de todo el mundo.
Mi experiencia personal me convierte en deudor de esa historia y de ese servicio, al cual he querido dedicarme. Poder hacerlo en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universitat de València es un honor. Constatar la entrega de los profesores y las profesoras, la implicación de los y las estudiantes, el modo en que todos –docentes y discentes, personal de administración y servicios– contribuyen al objetivo común, es para mí un espectáculo magnífico y edificante por el que me siento muy agradecido. Observar el entusiasmo por la filosofía que han sabido prender en los jóvenes sus profesores y profesoras en ESO y Bachillerato, comprobar el excelente trabajo que han llevado a cabo con ellos, hace que tomar parte en esta gozosa cadena educativa constituya para mí un membrete de orgullo.

El pasado 16 de abril, la comisión de Educación de las Cortes valencianas aprobó por unanimidad una Proposición No de Ley en la que se urgía a la Conselleria a reformar el currículo para que la Filosofía sea obligatoria en cuarto curso de ESO y se introduzca la Historia de la Filosofía en segundo de Bachillerato. Con dicha medida, promovida por el diputado de Podemos Antonio Estañ, se combatiría eficazmente la insensata defenestración de las asignaturas filosóficas obrada por la LOMCE.
Al día siguiente, el conseller Vicent Marzà anunciaba que la Conselleria estaba trabajando en un nuevo decreto de currículo de Secundaria por cuyo medio se podría “blindar los conocimientos en Bachillerato”, teniendo en cuenta que “una de las reivindicaciones que se hacen desde hace mucho tiempo es el caso de la Filosofía”. Fuimos muchos los que sentimos un íntimo orgullo por trabajar en la Comunitat valenciana –mi querida tierra de adopción–, que daba tal espaldarazo a la presencia de la filosofía en el sistema educativo.
Todo eso ha quedado en agua de borrajas. A instancias de la Asamblea de Profesores de Filosofía de la Comunitat, la Secretaría Autonómica de Educación, dirigida por Miguel Soler, ha informado –y así lo ha recogido este diario– de que la reforma del currículum no está ni de lejos lista (pese a que se ha contado con más de dos meses para trabajar en ella). No entrará en vigor, en su caso, hasta el año académico 2018-2019. Y, sin embargo, el director general de Política Educativa, Jaume Fullana, había comunicado a la Asamblea que el nuevo decreto –en el que se decía trabajar desde julio de 2016– estaba ya listo y que “incluía la obligatoriedad para todos los alumnos de la Filosofía en 4º de ESO (ahora es optativa) y la Historia de la Filosofía como específica de obligatoria elección en 2º de Bachillerato” (Levante, 31/05).

¿Qué está sucediendo? ¿Cuáles son los objetivos que subyacen a este cambio de estrategia, que contradice tan a las claras la palabra dada? Sean cuales fueren, no se compadecen con la transparencia que buscamos los que hemos votado a un gobierno progresista. Envían un perturbador mensaje a los ciudadanos: poco importa atenerse a lo prometido cuando se dispone de las herramientas del poder. Y sientan un peligroso precedente para la política del Gobierno valenciano, un precedente que nos retrotrae a épocas pasadas – ésas que se pretendía haber superado a favor de la transparencia.
Espero y deseo que los implicados tengan el sentido común preciso para rectificar. Hacerlo es de sabios y les dignificará. Lo espero por el bien de los y las estudiantes en nuestra Comunitat: la filosofía es escuela de reflexión y de libertad, ambas tan necesarias en un entorno global que plantea desafíos históricos. Lo espero por el futuro de nuestro sistema educativo, que requiere de pactos unánimes como el adoptado por la comisión de Educación de Les Corts. Lo espero por la salud de nuestras instituciones políticas, en cuya renovación democrática hemos puesto tantas esperanzas.
En la encrucijada entre Séneca y Maquiavelo, el consejero de Educación se halla frente a un espejo. De su compromiso político depende la imagen que acabe por reflejarse en él y que terminará mostrándonos. Esa imagen valdrá más que las muchas palabras. Los que nos sentamos en la escuela de la filosofía –donde todos somos siempre estudiantes– mantendremos nuestro compromiso con la reflexión y la libertad.
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Artículo propio publicado el 08/06/2017 en el diario Levante (p. 3). En la imagen, "La muerte de Séneca", obra pintada en 1871 por Manuel Domínguez Sánchez (Museo del Prado).

domingo, 21 de mayo de 2017

Europa, del adiós a la prórroga


Adiós a Europa es el título de un film conmovedor a su pesar. Su directora, la alemana Maria Schrader, ha querido rendir homenaje a un convencido europeísta, Stefan Zweig. Lo hace de forma aséptica, exenta de alharacas, de dramatismo. Y, sin embargo, emociona. El refinado cosmopolita judío recorre los países de su exilio –de Argentina o Estados Unidos hasta su morada postrera en Brasil– mientras asiste desde lejos al ascenso del nacionalsocialismo, paseando su nostalgia y su callada desesperación por lo que considera, con creciente amargura, el triunfo de la barbarie.
El título del film evoca interrogantes recientes. La desazón de amplias capas sociales en toda Europa, el ascenso de la extrema derecha en Francia, Reino Unido, Alemania o la propia Austria, la alocada carrera británica fuera de la Unión –poco british en su génesis y desarrollo– y los peores augurios desde la otra orilla del Atlántico –materializados en la presidencia del errático Trump– hacían auspiciar lo peor. Y, con todo, los primeros meses de 2017 ofrecen razones para la esperanza. ¿Se trata de augurios de un cambio de tendencia o de los últimos destellos de una luz que agoniza?
En Holanda, la movilización del electorado ha dado al traste con lo que parecía inevitable: que el partido de extrema derecha liderado por Geert Wilders se hiciera con el control del Parlamento. En Francia, Marine Le Pen acaba de encontrar la horma de su zapato en una mayoría de votantes que ha preferido la continuidad con los valores de la V República.

¿Se ha salvado la Unión? Por el momento. El volumen de los problemas pendientes –desde los desequilibrios económicos en el seno de los espacios nacionales hasta las incertidumbres asociadas a la inmigración, pasando por la erosión producida por la corrupción política– resulta demasiado visible como para soslayarlos. Las elecciones francesas han proporcionado un balón de oxígeno que puede pinchar con los repuntes de antieuropeísmo.
El antieuropeísmo no ofrece alternativas al proyecto de progreso más exitoso de la historia europea. Con sus errores y fracasos, la Unión ha alentado un período de cohesión social, bonanza económica y armonía internacional que no halla parangón en el devenir del abigarrado mosaico de naciones y lenguas que integran la vieja Europa. Las propuestas de Wilders o Le Pen –desde fomentar la autarquía económica o volver a la moneda nacional hasta abandonar la Unión– están llamadas a generar fracaso porque ignoran sus consecuencias en un entorno en el que no se puede cerrar los ojos a la globalización sin despeñarse por el precipicio de la irrelevancia política, es decir: de la pérdida de voz allí donde se juega aquello que importa, desde el bienestar hasta la paz.
No obstante, la irracionalidad de una opción no la desactiva; incluso puede avivar el fuego cuando la indignación arrecia. De ahí que los próximos años resulten cruciales. En esta encrucijada importa mucho, a mi entender, el modo en que el socialismo europeo resuelva su crisis de identidad. Los procesos que han conducido a doblegarse ante las exigencias del neocapitalismo, la falta de imaginación a la hora de proseguir el proyecto emancipatorio de la socialdemocracia y el desdibujamiento de sus perfiles ideológicos han dado lugar a una pérdida de sentido cristalizada en debacle –la del PASOK griego– o en lenta agonía, como en el caso del PS francés o del PSOE español.
En su obra La idea del socialismo. Ensayo de una actualización (2015) –cuya traducción valenciana, auspiciada por la fundación Alfons el Magnànim, acaba de aparecer–, Axel Honneth, discípulo de Habermas y actual director del Instituto de Investigación Social de la Universidad de Fráncfort, disecciona esa crisis. Sus ideas bien pueden servirnos de acicate. Más allá del diagnóstico, un socialismo “revisado” o “renovado” habría de fomentar las condiciones para que los actores sociales –en las esferas de las relaciones personales, de la producción y el intercambio económicos y de la configuración de la democracia– se escuchen mutuamente en sus respectivas demandas. Ello habría de contribuir a generar colectivos articulados al modo de un organismo: entidades en las que, por emplear la expresión de Valls Plana en su obra sobre Hegel, se pase “del yo al nosotros”. Para ello, Honneth aboga por mediaciones inspiradas en la iniciativa, localmente incardinada y supranacionalmente interconectada, de organizaciones sin ánimo de lucro como Greenpeace.
Pienso que esa articulación orgánica, basada en una escucha recíproca que reconozca la mutua interdependencia, podría sustanciarse en proyectos valiosos. Con ellos se habría de salir al encuentro de aquellos ciudadanos que ven ahora en el antieuropeísmo su salvavidas.

Un botón de muestra. En Francia, el suicidio de agricultores –tercera causa de muerte en esa profesión: 737 sólo en 2016– ha encendido las alarmas en torno a la depauperación que campa a sus anchas en las zonas rurales, las mismas que prefieren a Le Pen. Haríamos mal en lanzar la pelota al tejado ajeno: no es el triunfador bursátil o el futbolista millonario –quienes, aunque vengan mal dadas, siempre caen de pie– sino el ciudadano corriente quien mejor puede empatizar con las víctimas de la globalización. Una vía, entre otras, para dotar al reconocimiento de traducción efectiva la brinda la recaudación tributaria. Valdría la pena ensayar aquí nuevas iniciativas concretas: desde diseños de redistribución más sociales y eficaces, consensuados en procesos de deliberación ciudadana fraguados en la transparencia informativa y el debate leal, hasta impuestos solidarios libremente asumidos.
Escuchar con receptividad las demandas de los otros implica hacerse disponibles para ayudar a responderlas. Las democracias europeas pueden ensayar vías de empoderamiento social y retroalimentar recíprocamente sus experiencias. Pero esto sólo sucederá a instancias de la ciudadanía.
Aquejado por la nostalgia del mundo de ayer, Stefan Zweig no pudo, no quiso, esperar a que pasara esa noche caída a plomo cuyo fin no albergaba la esperanza de presenciar. Nosotros y nosotras hemos podido acceder a condiciones de vida y libertad que le hubieran deslumbrado. Ahora, la prórroga concedida a Europa abre una encrucijada –incierta, como el pálpito de la historia– entre el mundo de hoy y el de mañana.

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Artículo propio publicado en el diario Levante (11/05/2017, p. 3). En la imagen, Stefan Zweig.



lunes, 20 de marzo de 2017

Los nombres de Pepa

















Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.

La vida se declina de muchas maneras. Cada una de ellas expresa el modo en que conjugamos nuestra relación con los demás. Y cada una nos cosecha un nombre que dice algo de nuestra identidad. Hay personas muy agraciadas: cuando su final aquilata lo que han llegado a ser, cuentan en su haber con muchos nombres.
Hace una semana que nos dejaste. Tu existencia ha sido una bendición y has dejado tras de ti una estela de bendiciones. Hoy te llamamos, finalmente, por tus nombres. Y son algunos de ellos: hija, hermana, esposa, madre, abuela, amiga. Y también: trabajadora infatigable, cobijo para los otros, buscadora de la paz.
Esos nombres son prenda, delicada y preciosa, de ti misma. Se suman a tantas bendiciones que tu familia estirpe de mujeres y hombres fuertes nos deja como herencia. Por eso nosotros, de este lado de la no muerte, os llamamos bienaventurados y benditos.

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Los versos iniciales pertenecen al poemario de Pedro Salinas La voz a ti debida (1933). En la imagen, "Albox: flor del almendro" (fuente: www.oria.es).