Adiós a Europa es el título de un film conmovedor a su pesar. Su directora, la alemana
Maria Schrader, ha querido rendir homenaje a un convencido europeísta, Stefan
Zweig. Lo hace de forma aséptica, exenta de alharacas, de dramatismo. Y, sin
embargo, emociona. El refinado cosmopolita judío recorre los países de su
exilio –de Argentina o Estados Unidos hasta su morada postrera en Brasil–
mientras asiste desde lejos al ascenso del nacionalsocialismo, paseando su
nostalgia y su callada desesperación por lo que considera, con creciente amargura,
el triunfo de la barbarie.
El título del film evoca
interrogantes recientes. La desazón de amplias capas sociales en toda Europa,
el ascenso de la extrema derecha en Francia, Reino Unido, Alemania o la propia
Austria, la alocada carrera británica fuera de la Unión –poco british en su génesis y desarrollo– y
los peores augurios desde la otra orilla del Atlántico –materializados en la presidencia
del errático Trump– hacían auspiciar lo peor. Y, con todo, los primeros meses
de 2017 ofrecen razones para la esperanza. ¿Se trata de augurios de un cambio
de tendencia o de los últimos destellos de una luz que agoniza?
En Holanda, la
movilización del electorado ha dado al traste con lo que parecía inevitable:
que el partido de extrema derecha liderado por Geert Wilders se hiciera con el
control del Parlamento. En Francia, Marine Le Pen acaba de encontrar la horma
de su zapato en una mayoría de votantes que ha preferido la continuidad con los
valores de la V República.
¿Se ha salvado la
Unión? Por el momento. El volumen de los problemas pendientes –desde los desequilibrios
económicos en el seno de los espacios nacionales hasta las incertidumbres asociadas
a la inmigración, pasando por la erosión producida por la corrupción política– resulta
demasiado visible como para soslayarlos. Las elecciones francesas han
proporcionado un balón de oxígeno que puede pinchar con los repuntes de
antieuropeísmo.
El antieuropeísmo no
ofrece alternativas al proyecto de progreso más exitoso de la historia europea.
Con sus errores y fracasos, la Unión ha alentado un período de cohesión social,
bonanza económica y armonía internacional que no halla parangón en el devenir
del abigarrado mosaico de naciones y lenguas que integran la vieja Europa. Las propuestas
de Wilders o Le Pen –desde fomentar la autarquía económica o volver a la moneda
nacional hasta abandonar la Unión– están llamadas a generar fracaso porque
ignoran sus consecuencias en un entorno en el que no se puede cerrar los ojos a
la globalización sin despeñarse por el precipicio de la irrelevancia política,
es decir: de la pérdida de voz allí donde se juega aquello que importa, desde
el bienestar hasta la paz.
No obstante, la
irracionalidad de una opción no la desactiva; incluso puede avivar el fuego
cuando la indignación arrecia. De ahí que los próximos años resulten cruciales.
En esta encrucijada importa mucho, a mi entender, el modo en que el socialismo
europeo resuelva su crisis de identidad. Los procesos que han conducido a
doblegarse ante las exigencias del neocapitalismo, la falta de imaginación a la
hora de proseguir el proyecto emancipatorio de la socialdemocracia y el
desdibujamiento de sus perfiles ideológicos han dado lugar a una pérdida de sentido
cristalizada en debacle –la del PASOK griego– o en lenta agonía, como en el
caso del PS francés o del PSOE español.
En su obra La idea del socialismo. Ensayo de una
actualización (2015) –cuya
traducción valenciana, auspiciada por la fundación Alfons el Magnànim, acaba de
aparecer–, Axel Honneth, discípulo de Habermas y actual director del Instituto
de Investigación Social de la Universidad de Fráncfort, disecciona esa crisis.
Sus ideas bien pueden servirnos de acicate. Más allá del diagnóstico, un
socialismo “revisado” o “renovado” habría de fomentar las condiciones para que
los actores sociales –en las esferas de las relaciones personales, de la
producción y el intercambio económicos y de la configuración de la democracia–
se escuchen mutuamente en sus respectivas demandas. Ello habría de contribuir a
generar colectivos articulados al modo de un organismo: entidades en las que,
por emplear la expresión de Valls Plana en su obra sobre Hegel, se pase “del yo
al nosotros”. Para ello, Honneth aboga por mediaciones inspiradas en la iniciativa,
localmente incardinada y supranacionalmente interconectada, de organizaciones
sin ánimo de lucro como Greenpeace.
Pienso que esa
articulación orgánica, basada en una escucha recíproca que reconozca la mutua
interdependencia, podría sustanciarse en proyectos valiosos. Con ellos se
habría de salir al encuentro de aquellos ciudadanos que ven ahora en el
antieuropeísmo su salvavidas.
Un botón de muestra. En Francia, el suicidio de
agricultores –tercera causa de muerte en esa profesión: 737 sólo en 2016– ha
encendido las alarmas en torno a la depauperación que campa a sus anchas en las
zonas rurales, las mismas que prefieren a Le Pen. Haríamos mal en lanzar la
pelota al tejado ajeno: no es el triunfador bursátil o el futbolista millonario
–quienes, aunque vengan mal dadas, siempre caen de pie– sino el ciudadano corriente
quien mejor puede empatizar con las víctimas de la globalización. Una vía,
entre otras, para dotar al reconocimiento de traducción efectiva la brinda la
recaudación tributaria. Valdría la pena ensayar aquí nuevas iniciativas
concretas: desde diseños de redistribución más sociales y eficaces,
consensuados en procesos de deliberación ciudadana fraguados en la
transparencia informativa y el debate leal, hasta impuestos solidarios
libremente asumidos.
Escuchar con receptividad las demandas de los otros
implica hacerse disponibles para ayudar a responderlas. Las democracias
europeas pueden ensayar vías de empoderamiento social y retroalimentar recíprocamente
sus experiencias. Pero esto sólo sucederá a instancias de la ciudadanía.
Aquejado por la nostalgia del mundo de ayer, Stefan Zweig
no pudo, no quiso, esperar a que pasara esa noche caída a plomo cuyo fin no
albergaba la esperanza de presenciar. Nosotros y nosotras hemos podido acceder
a condiciones de vida y libertad que le hubieran deslumbrado. Ahora, la
prórroga concedida a Europa abre una encrucijada –incierta, como el pálpito de
la historia– entre el mundo de hoy y el de mañana.
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Artículo propio publicado en el diario Levante (11/05/2017, p. 3). En la imagen, Stefan Zweig.