lunes, 26 de mayo de 2008

Morir en vida



Eso es lo que hacen las hermanas protagonistas de Gritos y susurros. La mediana, Agnes, aquejada por una dolencia grave y aguda; la mayor, Karin, y la pequeña, María, invadidas por una enfermedad letal del espíritu y del cuerpo: la imposibilidad de donarse a los demás. Karin y María ejemplifican bien la faceta nihilista de los personajes bergmanianos: el infierno son los otros. Frente ellas se alza, con enorme altura moral, la sirvienta Anna: sólo ella acompañará a Agnes en su último trance, componiendo con ella una sublime imagen de la piedad humana.

El pasado viernes vimos Gritos y susurros en nuestro ciclo “Noventa años con Ingmar Bergman”, que de este modo concluía su sexta semana. Esta vez me tocaba a mí la conferencia. Quise partir del análisis filosófico de la temporalidad como dato estructural, constitutivo, del ser humano y entroncar desde ahí con el modo en el que Bergman afronta el carácter temporal de la existencia. Todo ello nos llevó muy lejos. Como siempre, la mesa redonda y el diálogo final fueron gozosos. A ello hay que sumar que entre el público se encontraba un buen número de “bergmanianos sobrevenidos”: mis padres, mis primos e incluso alumnos aventajados y amigos a los que aún no conozco (Septembrino).

Ni las palabras ni las imágenes transmiten la densidad de todo cuanto se halla expuesto, de modo magistral, en la soberbia película del director sueco. He tenido oportunidad de asistir a una Pietà similar a la compuesta por Anna y Agnes: ha sido el desenlace, reciente y siempre vivo en la memoria, de nuestro hermano Fran. Pero tampoco es suficiente para entender. ¿O quizá sí...? Fue Unamuno el que habló del compadecer –padecer-con– como sinónimo del amor; de manera que “quien se acerque al infinito del amor, al amor infinito, se acerca al cero de la dicha, a la suprema congoja” (Del sentimiento trágico de la vida, capítulo séptimo).

Esta afirmación del gran Unamuno daría mucho que hablar. No puedo sino asentir a la intención que la guía: aterrizar el amor en el mundo de los hombres, en la concreción de nuestra vida de carne y hueso. De manera que para aprender a amar –más allá del amor melifluo e irreal de los estereotipos– es necesario aprender a compadecerse, aprender a apiadarse. Apiadarse del otro para no morir en vida.

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En la imagen: fotograma de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1973).

lunes, 12 de mayo de 2008

Bienvenida



El pasado viernes fue un día de un gozo especial. Tuve el honor de formar parte del Tribunal que juzgaba la Tesis doctoral de Belén Blesa. Honor, por un doble motivo: en primer lugar, por la oportunidad de leer y analizar un trabajo de ese tipo; en segundo lugar, por el privilegio de compartir Tribunal con Alfonso García Marqués, Urbano Ferrer, José Luis Cañas y Julia Urabayen. La mañana transcurrió fluida, en un intercambio intelectual de elevado nivel.

Hemos dado así la bienvenida a la Academia a una persona de fino oído filosófico – expresión deudora de la formación interdisciplinar del autor que ha sido objeto de estudio en la Tesis, el filósofo francés Gabriel Marcel. Es sobresaliente la garra especulativa y vital del trabajo de nuestra Belén: con él ha mostrado que pertenece, por derecho propio, a la Academia filosófica. Esa Academia a la que me honro en pertenecer, a pesar de sus contradicciones, de sus compraventas y de ese envilecimiento que –¡ay!– no perdona a las instituciones en las que se halla poder –por mínimo que sea– en juego. Filósofos como Marcel dignifican nuestra vocación. Tenemos que ganarnos la vida, y no sólo económicamente; también –tal y como subrayó Belén en su defensa– metafísicamente hablando. Esto nos humaniza. Y no hay tarea superior en nuestros días.

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He ilustrado esta entrada con un cuadro de Joan Miró: Azul II (1961, Musée National d'Art Moderne, París). Se trata de un estilo pictórico muy del gusto de Belén Blesa; bien sirve, pues, para acompañar esta felicitación.