viernes, 30 de octubre de 2009

¿Ángel? Gabilondo



Me cae usted muy bien, Ángel. Saludé con esperanza su llegada al Ministerio de Educación. Y es que usted desentona en el plantío de Ministros del actual Gobierno (lo cual sólo puede ser entendido como un piropo). Su iniciativa de favorecer un gran pacto de Estado en torno a la educación responde a una auténtica urgencia nacional, y le honra. Además, se ha dedicado muchos años a la Metafísica, cosa que también yo me enorgullezco de hacer – en mi caso, en diálogo con algunos grandes problemas de la Historia de la ciencia y de la Antropología filosófica (cosa que probablemente le agrade).

Por todo ello, me interroga su planteamiento sobre la duración de la enseñanza obligatoria. Sugiere que se podría ampliar ese período hasta los 18 años. Me pregunto a qué tipo de argumentación puede responder esa idea.

Si se ha seguido un itinerario formativo correcto, a los 18 años se posee un bagaje considerable y se está ya en condiciones de incorporarse al ejercicio de un trabajo. La inclinación a proseguir estudios no ha de ser presupuesta en todos los jóvenes; más bien corresponde a una cierta forma de ver el mundo y de verse en él. Por otra parte, la inclusión en las aulas de un número considerable de personas que no se sienten llamadas a ese tipo de formación no haría otra cosa que complicar aún más el ya depauperado último tramo de la formación pre-universitaria.

Una de las misiones de la educación estatal consiste en proporcionar a todos los que quieran servirse de ella –independientemente de su condición social– herramientas intelectuales suficientes para labrarse un futuro. Por eso, un buen sistema educativo estatal constituye una óptima plataforma de crecimiento y promoción personal. Ésta fue mi experiencia, como estudiante, en el excelente Instituto en que cursé el Bachillerato. Que los últimos Gobiernos, con su errática legislación al respecto, hayan depauperado el sistema hasta desactivarlo como plataforma de promoción, y que esto haya sucedido –muy en particular– durante las legislaturas socialistas, es algo que los ciudadanos con sensibilidad socialdemócrata no podemos justificar ni excusar.

Así pues, le pediría que devuelva esa idea al lugar del que no debió salir: el baúl de las ocurrencias. Tenemos ya suficientes. La sugerencia denota, en el mejor de los casos, un angelismo que mal se compadece con la realidad. (Algunos proponen una interpretación turbadora: según ellos, se trataría de una estratagema, sugerida por alguno de los miembros del Gobierno, para aligerar la creciente bolsa de parados; a una afirmación tan truculenta prefiero no darle el menor crédito.)

Tenemos muchas esperanzas depositadas en usted, Ángel. Ojalá haga honor a su nombre de pila.
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En la imagen: Ángel Gabilondo, 21/04/2009 (fuente: Ministerio de Educación).

jueves, 22 de octubre de 2009

Identidad



¿Qué somos? Dime, ¿qué somos? ¿En qué consiste este fiero persistir, y esta querencia de aferrarnos a la vida? Dime de dónde procede la conciencia reflexiva de sí, el aguijón que nos mantiene dolorosamente anclados a nuestra finitud – y que nos hace, a la vez, nuestros, presentes. Un yo que fundamenta el ser del que me lee, mi propio ser.

Salgo hoy hacia Sevilla, para participar en el estupendo Simposio anual que organiza Juan Arana en la Facultad de Filosofía. Me ocuparé en mi ponencia de la relación entre materia e identidad, a la luz de la evolución como clave hermenéutica. Qué pequeños son nuestros intentos frente a la inmensidad del océano.

Prodigiosamente lo ha representado Tarkovsky en su Solaris: somos recuerdos cristalizados en la superficie del cosmos. A nosotros compete la tarea de abrazar amorosamente el mundo que nos es dado, antes de que las aguas lo acojan de nuevo en su regazo. Esa tarea justifica la vida y el ansia de pervivencia. Somos, sí, el uno contenido en el otro: sinfonía de notas que se entretejen en el canto, común y al fin perfecto, con el que reconocemos nuestra propia insuficiencia y la gran deuda contraída.
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En la imagen: fotograma de Solaris, de Andrei Tarkovsky (Rusia, 1972).

viernes, 16 de octubre de 2009

Querido Alejandro, querida Hipatia



Esperaba desde hace meses la ocasión de ver el último estreno de Alejandro Amenábar, Ágora. Le precedían las noticias sobre el protagonismo de una filósofa de la que se tiene pocas noticias, Hipatia, que vivió los momentos precedentes al declive cultural de la Alejandría clásica y murió en el año 415 d. C. a manos de enfervorecidos fanáticos. Un elevado presupuesto y aires de peplum completaban las no demasiado entusiastas crónicas procedentes de la presentación en Cannes. Finalmente, ayer pude ver el film.

Mi primera reacción ha sido un sentido agradecimiento hacia Amenábar. En primer lugar, por llevar a la gran pantalla el periplo de una mujer comprometida con la búsqueda de la verdad (“¿No crees en nada?”, le preguntan sus desquiciados oponentes – “Creo en la filosofía”, responde ella). La pasión insobornable por la verdad nos une a los filósofos de todos los tiempos. Una verdad que en la narración queda encarnada en la incansable búsqueda del modelo cosmológico más acorde con los datos observacionales. En imaginativa pirueta histórica, Amenábar pone en relación a Hipatia con el heliocentrismo casi olvidado de Aristarco de Samos y con la introducción del modelo elíptico, llevada a cabo por Johannes Kepler trece siglos más tarde.

Pero Ágora entraña, también, el planteamiento de problemas intelectuales de primer orden. Entre ellos, la relación entre razón y fe y la posibilidad de corromper la experiencia religiosa, poniéndola al servicio de los poderes mundanos. Ante la interpretación torticera de las Escrituras, el prefecto Orestes –que, como la confundida protagonista de Los otros, ya no sabe en qué creer– acierta en su diagnóstico: los fanáticos sacan las cosas de contexto, confunden lo accesorio con lo esencial (cuestión ésta, la de la hermenéutica de los textos sagrados, que con justicia ha atraído una atención siempre creciente a lo largo de la historia de la Iglesia). E Hipatia sentencia: “Se trata de mercadear con la fe, ¿verdad?”

También hoy existen mercaderes que trapichean con lo sagrado, poniendo el lenguaje religioso al servicio de turbios intereses. No en otra cosa consiste el tomar el nombre de Dios en vano: en usarlo con objetivos espurios, de modo que el buen nombre de Cristo es mancillado en el ágora de este mundo.

Por eso, el film nos presta un saludable servicio: el de la voz profética que nos pone en guardia. Y es que en la búsqueda de la verdad estamos todos unidos. En palabras de Edith Stein –otra mujer filósofa, víctima de una cruel intolerancia, y cristiana–, en la búsqueda del creyente y del no creyente hay “una medida común” a cuya luz se puede examinar los resultados de sus respectivas investigaciones: la razón.

Soy consciente de que el film presenta de manera sesgada, o simplemente errónea, aspectos importantes. Más allá de las abundantes licencias biográficas que se concede el director –que, a mi modo de ver, aportan imaginación y lirismo a la obra–, la presentación de los datos históricos y del papel del obispo Cirilo en el desenlace distorsiona no poco la imagen de la vida en las comunidades cristianas de la época. Sobre eso se podría decir –y se ha dicho– mucho, desde la evidencia historiográfica y desde la comprensión de lo que el cristianismo ha significado y significa para el progreso de la Humanidad. En este sentido se puede consultar, por ejemplo, el minucioso análisis del film llevado a cabo por Juan Orellana o la documentada síntesis historiográfica recogida por Pablo Ginés. Esas distorsiones resultan dolorosas para los que buscamos la verdad y nos sentimos orgullosos de ser cristianos.

Pero no es esto lo que quiero resaltar ahora. Recibo con entusiasmo la llamada a la pureza de la fe y a la concordia entre los hombres –entre los hermanos– que se desprende del film. Bellamente lo dice Hipatia: es más lo que nos une que lo que nos separa. Gracias, filósofa casi desconocida, soñadora de la música celeste. Y gracias a ti, Alejandro.
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En la imagen: Rachel Weisz en Ágora, de Alejandro Amenábar (España, 2009).