lunes, 27 de septiembre de 2010

La entronización de Belén Esteban como síntoma



No conozco a Belén Esteban. Imagino que, como todos, será una persona con virtudes y defectos, con heridas en la piel y un profundo deseo de felicidad. No voy a hablar de ella, sino de su entronización mediática. Recientemente, y a raíz de una fastuosa ceremonia organizada por una cadena de televisión española, Esteban ha recibido el apoyo de no pocos telespectadores, que han declarado en un sondeo (de Sigma Dos) estar dispuestos a votarle si se presenta a las elecciones generales. Los cálculos arrojan un porcentaje suficiente como para descabalgar a Izquierda Unida y lograr representación parlamentaria.

Hay que estar atento a los síntomas. En otro tipo de sociedad, pensar siquiera en dar el voto a una persona que no tiene formación ni experiencia políticas resultaría chusco e inconcebible. Mucho de guasa debe haber en los encuestados; pero también mucho de ignorancia, en un país en el que se promueve cada vez más el panem et circenses como fórmula del éxito mediático. Con todo, creo que reducir el enfoque a la depauperación de contenidos en las cadenas de televisión privadas (y en ciertas radios y periódicos) dejaría fuera del análisis un asunto relevante. La hipotética elección de Belén Esteban deja al descubierto el progresivo distanciamiento de la gente respecto de una clase política cada vez más enfangada en la corrupción o distraída en sus luchas intestinas. De esa lejanía se viene hablando desde hace décadas, cuando a la admirable Transición siguió bien pronto una fase de acentuado desencanto social.

El desencanto campa a sus anchas. En la entrega de ayer de la serie “(Pre)parados”, El país publicaba dos páginas con amargas misivas de los lectores, jóvenes altamente cualificados que contemplan cómo España no parece tener sitio para ellos. Parafraseando a Shakespeare en Hamlet, Ignacio Zafra señala que “una ola de podredumbre recorre Europa. Si Dinamarca está podrida, España y su sociedad están metidas en el abismo” (El país 26/09/2010, p. 17).

La escandalosa desafección de los ciudadanos respecto de sus políticos no puede no tener consecuencias. La principal de ellas es el populismo, que esencialmente consiste en el éxito de caudillos que logran contrarrestar las preocupaciones generales identificando chivos expiatorios (el extranjero o el imperialista occidental entre sus favoritos) para calmar la indignación popular, desactivando la conciencia crítica por medio del control de los medios de comunicación (y su conversión en adormidera que relaja las conciencias) o aumentando la dependencia de los individuos respecto del Estado (por ejemplo, a través de subvenciones y ayudas empleadas como palanca electoral). Preocupantes tendencias populistas se advierten en la Italia de Berlusconi, en la Francia de Sarkozy o en la España de Rodríguez Zapatero, mientras países como la Venezuela de Chávez, la Bolivia de Morales y la Argentina de Kirchner se precipitan en una espiral de difícil salida y regímenes musulmanes como el Irán de Ahmadineyad alimentan el odio hacia Occidente. Pero incluso países de admirablemente estable tradición pública, como Suecia, asisten hoy al auge del populismo.

Por todo ello, la surrealista aventura política en la que algunos miles de españoles querrían ver a Belén Esteban produce una sonrisa agridulce. Se trata de un síntoma inquietante. El síntoma de una deriva –la desestructuración interna de la política– a la que los ciudadanos hemos de oponernos con todas nuestras fuerzas. Si es que nos importa vivir y no nos hemos abandonado a la locura de la indiferencia.

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© Imagen: Pedro Jesús Teruel, 2010.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Zara y la política postmoderna

El establecimiento de la cadena de moda Zara en el centro de Elche resulta bastante chocante. Se halla enclavado en un antiguo teatro, del que se conserva la estructura junto con la tonalidad pastel de los muros internos y las molduras doradas que decoran el frontispicio del escenario. El conjunto mantiene un halo de fascinación, heredero de la que habría de ejercer en su día el adentrarse en ese palacio de historias más reales que la vida.

El que fuera escenario queda hoy ocupado por la sección de moda femenina. Observando los maniquíes ataviados con las primicias de la nueva temporada uno no puede evitar pensar que quizá ese escenario no haya dejado de serlo. Quizá las prendas que allí se venden no sean otra cosa que atuendos para la función, disfraces al uso que se adecuan selectivamente al contexto en el que se abrirá el telón. Esta sospecha tiñe de una cierta irrealidad la algarabía de compradoras en búsqueda, que de repente se transmutan en figurantes de una trama escrita por otras mentes.

La imaginación me lleva, desde esta Zara-teatro, al juego de espejos en que se ha convertido la política gubernamental española. Las recientes declaraciones de nuestro presidente –en Shangai sobre el bebé gigante y el futuro de España (no caracterizado precisamente por el apoyo estatal a la natalidad), en Oslo sobre la aportación social del desempleo (cuando en patria crece el clamor de los parados), en Bruselas respaldando la expulsión de gitanos rumanos en Francia (mientras el grupo socialista se pronuncia en contra)– evocan la imagen del figurante que apresuradamente endosa uno u otro hábito con fines dramáticos (¿tragicómicos?). Y manifiestan una cierta pérdida del sentido de la realidad que difícilmente se explica al margen de la representación de un papel.

Una de las manifestaciones de la crisis de la cultura de la Modernidad reside en la desorientación política. A menudo ayuno de la legitimidad que proporciona la reflexión racional y crítica, movido por los hilos de presiones (de imagen, electorales, ideológicas, nacionalistas) de las que se revela triste marioneta, el político postmoderno renuncia a una identidad fuerte y se amolda –gracias a sus variopintos atuendos– a las circunstancias. Y es que hay que quedar bien con todos. Lo malo es que desistir de un discurso personal coherente –de una identidad– no puede durar demasiado sin que termine por verse la costura del disfraz. A la postre, el espectador se da cuenta de que está en un teatro. Y de que el guión es malo.
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En la imagen: bebé gigante ("Miguelín") diseñado por Isabel Coixet para el pabellón español de la Exposición universal de Shangai 2010, por Remko Tanis (fuente: flickr.es).

lunes, 13 de septiembre de 2010

El día de hoy














“Lasciate che ve lo dica e nessuno si offenda: voi siete tutti ladri; lo dico e lo ripeto, mi avete preso tutto. Mi avete incantato con la vostra amorevolezza, mi avete stupito con la vostra preghiera; mi rimaneva ancora questo povero cuore, di cui mi avete rubato gli affetti per intero. Ora avete preso possesso di questo cuore, cui nulla è più rimasto, se non un vivo desiderio di amarvi nel Signore, farvi del bene, salvare tutti”.

He querido retomar mi diario virtual con este pasaje, extraído de una carta dirigida por Giovanni Bosco a los jóvenes del colegio de Lanzo Torinese en marzo de 1876. Y he querido hacerlo en italiano, como homenaje a las muchas personas de bien de cuya presencia he tenido la ocasión de disfrutar durante mi última larga estancia en el bel paese. Allí he vivido y trabajado durante los últimos meses, como visiting professor en el departamento filosófico de la Universidad de Verona. Y de allí he vuelto a España para retomar mi trabajo en la Universidad.

En una nueva Universidad: la ya querida Cardenal Herrera de Valencia, en su campus de Elche. Y hoy lunes, de nuevo, el encuentro –el reencuentro– con los estudiantes. Parafraseando a Giovanni Bosco, también yo podría decir: “Os amo a todos de corazón; basta que seáis mis alumnos para que tanto os quiera”. La docencia y el discipulado son grandes cosas: y una gran cosa es que encuentren cabida y cobijo en una institución, la Universidad, que supone por ello uno de los orgullos de la historia humana.

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En la imagen: “Palmeras de Elche”, por Marcos González (fuente: flickr.com).