El establecimiento de la cadena de moda Zara en el centro de Elche resulta bastante chocante. Se halla enclavado en un antiguo teatro, del que se conserva la estructura junto con la tonalidad pastel de los muros internos y las molduras doradas que decoran el frontispicio del escenario. El conjunto mantiene un halo de fascinación, heredero de la que habría de ejercer en su día el adentrarse en ese palacio de historias más reales que la vida.
El que fuera escenario queda hoy ocupado por la sección de moda femenina. Observando los maniquíes ataviados con las primicias de la nueva temporada uno no puede evitar pensar que quizá ese escenario no haya dejado de serlo. Quizá las prendas que allí se venden no sean otra cosa que atuendos para la función, disfraces al uso que se adecuan selectivamente al contexto en el que se abrirá el telón. Esta sospecha tiñe de una cierta irrealidad la algarabía de compradoras en búsqueda, que de repente se transmutan en figurantes de una trama escrita por otras mentes.
La imaginación me lleva, desde esta Zara-teatro, al juego de espejos en que se ha convertido la política gubernamental española. Las recientes declaraciones de nuestro presidente –en Shangai sobre el bebé gigante y el futuro de España (no caracterizado precisamente por el apoyo estatal a la natalidad), en Oslo sobre la aportación social del desempleo (cuando en patria crece el clamor de los parados), en Bruselas respaldando la expulsión de gitanos rumanos en Francia (mientras el grupo socialista se pronuncia en contra)– evocan la imagen del figurante que apresuradamente endosa uno u otro hábito con fines dramáticos (¿tragicómicos?). Y manifiestan una cierta pérdida del sentido de la realidad que difícilmente se explica al margen de la representación de un papel.
Una de las manifestaciones de la crisis de la cultura de la Modernidad reside en la desorientación política. A menudo ayuno de la legitimidad que proporciona la reflexión racional y crítica, movido por los hilos de presiones (de imagen, electorales, ideológicas, nacionalistas) de las que se revela triste marioneta, el político postmoderno renuncia a una identidad fuerte y se amolda –gracias a sus variopintos atuendos– a las circunstancias. Y es que hay que quedar bien con todos. Lo malo es que desistir de un discurso personal coherente –de una identidad– no puede durar demasiado sin que termine por verse la costura del disfraz. A la postre, el espectador se da cuenta de que está en un teatro. Y de que el guión es malo.
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En la imagen: bebé gigante ("Miguelín") diseñado por Isabel Coixet para el pabellón español de la Exposición universal de Shangai 2010, por Remko Tanis (fuente: flickr.es).
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