jueves, 10 de noviembre de 2016

Donald Trump, de espejismo a error




















En el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) se puede contemplar varios trabajos de Martha Rosler pertenecientes a la serie Trayendo la guerra a casa (1967-1972). Uno de ellos lleva por título Primera dama (Pat Nixon). Se trata de una fotocomposición en tonos dorados, en la que el personaje posa junto a la chimenea en una luminosa y confortable sala de estar. El entorno –quintaesencia del sosiego pequeñoburgués– resultaría apacible si no fuera porque sobre la chimenea cuelga una fotografía en blanco y negro: un terrorífico plano de una mujer de rasgos asiáticos con el rostro deforme, las manos rígidas y una mueca de horror.
                A veces, para mantener el propio tren de vida hay que hacer oídos sordos al sufrimiento ajeno: así sucedió con parte de los estadounidenses que jalearon la intervención en Asia durante la Guerra fría, y así lo critica Rosler. En nuestros días, Donald Trump ha hecho gala de una indiferencia semejante. No sólo ha concentrado sus esfuerzos de campaña en el “hacer grande de nuevo a Estados Unidos” (cosa que de suyo no tiene por qué extrañar a nadie), sino que lo ha hecho focalizando, entre otros aspectos, el coste de la protección interna (a despecho de la inversión en cooperación), demonizando la inmigración laboral (contra la dinámica misma de la configuración histórica del país) y desoyendo el clamor del Tercer mundo. 
                En septiembre e invitado por el presidente Peña Nieto, Trump visitó Ciudad de México. Se dio la circunstancia de que me encontraba entonces allí; pude asistir in situ a la expectación generada por el político que había denigrado, equiparándolos a delincuentes, a los emigrantes mexicanos. El tan cacareado muro de separación –que Trump haría construir entre ambos países para frenar la inmigración ilegal, a gastos pagados por México– quedó fuera de las conversaciones. Quizá por eso fue aún mayor mi indignación cuando, en la tarde del mismo día de su regreso, Trump declaró ante su enfervorizada clientela que el muro sería construido y que lo pagarían, sí, los mexicanos… sólo que ellos no lo sabían aún.
                La chabacanería ha dominado el discurso del candidato republicano ahora victorioso. Ni propios ni extraños se han salvado de sus invectivas, comenzando por sus competidores: así, Barack Obama habría fundado el Estado Islámico y Hillary Clinton sería una cualquiera a la que él mismo llevaría a la cárcel en caso de ser elegido. En todo ello, se ha presentado como defensor de la causa del ciudadano medio, gran víctima de las ansias de poder de magnates y corruptos. 
                Trump ha roto algo más que las convenciones de lo políticamente correcto: ha pisoteado públicamente la exigencia de veracidad. Con el agravante de que, en este caso, la ciudadanía informada sabe que no dice la verdad: no hay evidencia alguna que conecte a Obama con el terrorismo; no hay datos que permitan identificar inmigración y delincuencia; aun en el caso de que hubiera motivos para ello, el presidente de los Estados Unidos no tiene –no debe tener– atribuciones judiciales para encarcelar a nadie. Más aún: Trump pertenece a la élite que dice combatir, y lo hace desde su vertiente más sombría: son (re)conocidos sus fraudes fiscales, para los que aprovechó a su favor las rendijas de la Hacienda estadounidense.



EN LA MADRUGADA española del martes 8 al miércoles 9 de noviembre se han cumplido los peores presagios. Y, con ello, salen perdiendo la verdad y la política. La primera, porque cobra carta de ciudadanía la mentira zafia y pública: no importa que Trump se burle de la realidad, de los inmigrantes, de los afroamericanos o de las mujeres; todo se le disculpa en virtud de una pretendida bonhomía que le acreditaría exactamente como lo que no es, un “hombre del pueblo”. El populismo de Silvio Berlusconi, Marine Le Pen o Geert Wilders alcanza así inéditas cotas de poder.
También sale perdiendo la política. Y esto, al menos, por dos motivos. En primer lugar, Trump sienta un peligroso precedente para las democracias del planeta. Algunos pueden sentir la tentación de emularle en otros entornos; a su modo, partidos como el Movimento Cinque Stelle o Alternative für Deutschland han comenzado a ensayar esa vía. Gracias a su éxito al otro lado del Atlántico, las cotas de desprecio a la verdad y de falta de civismo se convierten ahora en un (mal) ejemplo planetario y en un deleznable modelo para nuestros jóvenes.
Pero queda mucho por decir – y, quizá, lo más relevante. Sería superficial pretender que el fenómeno Trump ha emergido de la nada. Hay motivos que explican su auge. Existe una percepción pública de la degradación de la convivencia a raíz de motivos geoestratégicos (la inseguridad generada por el fanatismo islámico), institucionales (la sensación de impunidad en las altas esferas del poder) o económicos (la creciente brecha entre ricos y pobres), causas que han dado al traste con las legítimas expectativas de muchos ciudadanos. En este contexto y para muchos indignados –negligentemente o no– poco informados, Trump ha emergido como un espejismo.
Todo ello brota de un fenómeno más profundo, a saber: de la inadecuación sistémica del capitalismo avanzado para responder a las necesidades socioeconómicas que él mismo genera. Hay aquí un problema –Karl Marx dixit– que tiene todo que ver con la apropiación de nuestra relación efectiva con el mundo a través del trabajo y con la dignificación de éste. De ahí que Wolfgang Fritz Haug afirmara el pasado martes en la Universidad de Valencia que el autoritarismo populista de Trump es hijo del capitalismo de la alta tecnología.
Urge pensar estas cosas a la altura de los tiempos; urge una reflexión de calado sobre los derroteros del neocapitalismo. Esperar que “salvadores de la patria” como Trump supongan un revulsivo que ponga en marcha una dialéctica de superación es un acto de sartreana mala fe, una insensata delegación de responsabilidades. Trump contribuirá a degradar la escena política internacional. Quizá haya, sí, un sentido en que pueda ser peldaño de un progreso hacia algo mejor: y es que nuestros errores pueden ayudarnos, con la condición de que los reconozcamos como tales. Mientras ese momento no llegue, el error Trump traerá consigo más víctimas: fotografías, fijas y mudas, en el confortable salón de sus colmadas aspiraciones de poder.

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Reproducción de un artículo propio publicado en el diario Levante (10/11/2016, p. 3). En la imagen: First Lady (Pat Nixon), de la serie Bringing the war home (1967-1972), obra de Martha Rosler (IVAM, Valencia).