El pasado viernes por la noche escuché algo que me interesó bastante. Fue en Hora 25, el programa de Àngels Barceló en la cadena SER. La charla de los tertulianos recaló sobre la reforma educativa española. Dos posturas emergieron: la del contertulio que consideraba la educación como herramienta en orden a adquirir destrezas para insertarse en el mercado laboral, por un lado; la del que la concebía como cauce para interiorizar un bagaje cultural y formar mejores ciudadanos, por otro.
Ambos tenían su parte de razón. Sobre todo, en subrayar la necia frivolidad con la que se ha tratado a la educación en España durante las últimas décadas. No me refiero ya sólo –aunque también– a la falta de seriedad en el planteamiento de las reformas. Es verdad que se han sucedido, sin un proyecto de futuro detrás, al socaire de quién estaba al mando y que han dado lugar a un considerable retraso de nuestro país (reveladora, en este sentido, la reciente crónica de David Jiménez desde Asia para el diario El mundo). Pero hay más. Por ejemplo, la irresponsabilidad de aquéllos que han nutrido el éxito de la telebasura y el desprecio del saber, haciéndose la ilusión de que eso no nos pasaría factura alguna: de que para vivir bastaba con tener pan y circo.
Y, sin embargo, me parece que los bienintencionados contertulios de la SER se dejaron lo más importante en el tintero. Lo pensaba poco después, mientras leía un excelente texto de César Casimiro que en breve aparecerá publicado en el volumen Cerebro, mente, cuerpo, persona. Antropología cinematográfica. Con gran lucidez, y como colofón de un análisis más amplio, señala ahí el autor:
Nuestra creciente preocupación por los males que asolan nuestras aulas no ha identificado, a mi entender, la raíz de los mismos. Hemos perdido el objeto de nuestra intención educativa, que no es otro que el espíritu humano. (…) No pretendo criticar de manera fácil las perspectivas motivacionales que han animado la mirada educativa en los últimos tiempos. Podrían tener sentido inmersas en un auténtico proceso formativo espiritual, pero están necesariamente abocadas al fracaso en un contexto psíquico movido exclusivamente por relaciones de simpatía o hedónicas. O la educación es “personal” o los procesos de adiestramiento pierden la raíz que les da sentido. (P. 43-44)Y más adelante, apoyándose en la relación entre maestro y discípulo tal y como la concibe Max Scheler,
El abandono de la naturaleza personal del proceso educativo tiene su exponente en la desaparición de la figura del seguimiento al maestro; la aparición de procesos de adiestramiento funcionalizados tiene a su vez su traducción en la mecanización de la tarea educativa (…) No es posible la educación en el sentido profundo del término sin personas y sin amor, sin una imagen del proyecto personal del alumno en el espíritu del maestro, sin una apuesta por el alumno, sin un compromiso previo con el destino del otro, sin un compromiso con la persona. (P. 45)No sólo medio para adquirir habilidades útiles en el mercado laboral; no sólo forja de una cultura y de una identidad ciudadana: la educación es más que eso. De ahí que requiera un compromiso vital: por parte del estudiante, en las fases más avanzadas; por parte del entorno familiar y social, en las primeras. Se precisa reconocer en el proceso educativo uno de los ejes vertebradores de la vida. Que nuestras sociedades no lo hayan comprendido forma parte de su problema: un nudo que no se deshará si no es a partir de una renovación profunda de nuestro modo de entender el mundo.
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En la imagen: Anne Sullivan and Helen Keller Memorial, ubicado en Tewksbury, Massachusetts, en fotografía de Julie Jordan Scott (fuente: flickr.com). La hermosa relación entre la niña Helen Keller y su institutriz Anne Sullivan, trama del film The Miracle Worker (Arthur Penn, EEUU 1962), constituye el punto de arranque de la contribución de César Casimiro para el volumen Cerebro, mente, cuerpo, persona. Antropología cinematográfica. El libro aparecerá en breve en el sello CEU Ediciones.