sábado, 19 de septiembre de 2009

El día de ayer




Ayer fue un día muy hermoso. Un día lleno de paz y alegría. (Algunos de los que me leen dirán: pero, ¿cómo puedes decir eso? ¿No fueron horas tristes, de rabia e indignación ante la injusticia? Eres un providencialista, Pedro Jesús: un irenista fuera del mundo.)

Un gran día. Uno de esos que me gustaría recoger, con cierto detalle, cuando escriba –cosa que me gustaría, llegado el momento– mis memorias. (¡Qué despropósito!, dirán. Habría que borrarlo del calendario, como todas las horas de impostura y oprobio.)

A partir de las tres de la tarde, la jornada fue un sucederse de llamadas y visitas de amigos. No eran los primeros: desde las doce y diez me acompañaba un consuelo que yo no hubiese podido fabricar, una seguridad que me superaba: con su asistencia serena –abogado y defensor le llaman– me sentí llevado de la mano: “Pero yo estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado” (salmo 73).

Lo guardaré todo conmigo, como estos últimos ocho años, con admiración y afecto. Siempre recordaré este día. Me acordaré de esta paz. De vuestros rostros a esta última luz. Conservaré el recuerdo de todo lo que hemos hablado. Lo llevaré entre mis manos, amorosamente, como se lleva un cuenco lleno hasta el borde de leche recién ordeñada.

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En la imagen: fotograma de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1956).

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Rodríguez Zapatero, Bobbio y la paz social



El pasado lunes formé parte del Tribunal que juzgaba una sobresaliente Tesis de máster. Se trataba de un trabajo de Tomás Rubio sobre los conceptos de igualdad y libertad en la obra de Norberto Bobbio. Con este motivo, durante los últimos días me he estado ocupando del prolífico autor italiano. Leyendo sus ensayos sobre la figura del intelectual y su relación con el poder no he podido evitar traer a la mente algunas cuestiones de actualidad.

Entre sus influencias, Bobbio reserva un especial afecto a pensadores como Julien Benda. El intelectual francés defendió posturas radicalmente racionalistas frente a los que consideraba síntomas de irracionalismo, avivados en el paso del siglo XIX al XX por la reacción a la corriente neopositivista. Tal irracionalismo se manifestaba, en política, en el auge del chauvinismo, del populismo, de una falsa tolerancia que pone en tela de juicio incluso los pilares de la democracia.

Benda -recoge Bobbio- "no pierde ocasión de protestar contra el falso liberalismo de los que, en nombre de una mal entendida libertad (que es amor a los propios intereses) toleran a los sepultureros de la libertad; contra el falso pacifismo de los humanitarios que predican la paz por encima de todo, cuando los valores supremos son la justicia y la libertad, no la paz" (La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Paidós, Barcelona 1998, p. 37).

Personalmente, considero que la paz social es un bien nunca suficientemente ponderado y buscado. La cuestión estriba en si se puede mantener la paz social a cualquier precio. Benda -y, con él, Bobbio- pone de relieve que la paz brota de la justicia (entendida como igualdad proporcional) y de la libertad. ¿Se puede fomentar la paz con medidas que perjudican a la igualdad o a la libertad? No, desde luego, a medio o largo plazo. Cualquier intento de hacerlo proporcionará una tranquilidad frágil y efímera.

Me pregunto si el modo en que el Gobierno español ha decidido afrontar la crisis económica -por ejemplo, a través del incremento del IVA- consigue el efecto deseado. Dicha subida grava por igual a todas las rentas, a las bajas como a las altas. Con ese igualitarismo indiferenciado, la medida termina por resultar injusta (como lo eran las deducciones fiscales a todos los grupos de renta). Además, contribuye a ralentizar el consumo y, con ello, a ahondar en la espiral que amenaza con convertir en endémica nuestra elevadísima tasa de paro. De este modo, una medida publicitada como social e irenista se desvela como injusta y posible generadora de futuros conflictos sociales.

Algo similar se puede decir del episodio protagonizado el pasado viernes, en Madrid, por nuestros más altos mandatarios y el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Existe unanimidad en los medios de comunicación occidentales en la consideración de Chávez como un dictador populista. En un reciente artículo en Unidad, el disidente venezolano y filósofo amigo Carlos Casanova aportaba suficientes argumentos de primera mano. Recibir al dictador entre alharacas puede parecer prudente: un modo de cicatrizar heridas y evitar conflictos. Con todo, me pregunto si nuestros dirigentes no estarán echando así una nueva palada de arena sobre la tumba de la democracia venezolana. Y, todo ello, por intereses de grupo: los de las empresas españolas asentadas en Venezuela (un botón de muestra: ese mismo viernes, en entrevista a El país, Chávez hizo público el hallazgo de un yacimiento de petróleo que aportará pingües beneficios a Repsol).

Se puede actuar contra la igualdad y la libertad bajo la excusa de la búsqueda de la paz social. Nuestro personalista Gobierno actual está dando suficientes motivos para corroborar esa sospecha. Que intelectuales tan próximos a la izquierda -como Bobbio y Benda- nos llamen la atención sobre este asunto ha de movernos, cuando menos, a reflexionar.

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En la imagen: dibujo de Rafael Alberti. Fuente: http://nadiesalvoelcrepusculo.blogspot.com.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El descubrimiento de la novedad




El pasado fin de semana fue muy hermoso. Desde varios rincones de España nos reunimos en Córdoba para asistir a la boda de Nacho y Ana. ¡Cuánto nos alegramos de estar con ellos! Y, por si fuera poco, pudimos disfrutar de algunas horas de turismo, en compañía inmejorable.

La mezquita-catedral de Córdoba proporciona una excusa más que suficiente para que la ciudad sea patrimonio cultural de la Humanidad. Tuvimos oportunidad de identificar las distintas fases de la construcción, con las sucesivas ampliaciones de su famoso “bosque de columnas” rematadas por policromados arcos superpuestos. No resultaba difícil imaginarse la mezquita tal y como debía haber sido durante sus primeros siglos: un espacio amplísimo, recorrido por hileras de columnas equidistantes, diáfano y solemne.

La conquista de la ciudad por parte de Fernando III (1236) tuvo que suponer un considerable quebradero de cabeza para los responsables del culto: ¿qué hacer con aquella obra impresionante? El modus operandi propio de la época (y el resentimiento hacia unos invasores que habían ocupado la ciudad durante más de cuatro centurias) aconsejaba quizá destruir el símbolo de la ocupación; la belleza del recinto, y la obligación que la captación de ese valor trae consigo, movía a respetarlo. Se optó por una vía innovadora: conservar el monumento, adaptándolo al culto cristiano. Y así se hizo. La aportación de mayor envergadura tendría lugar en el siglo XVI, de la mano del arquitecto Hernán Ruiz y de su hijo; bajo su dirección se incrustó en el interior de la mezquita una catedral renacentista que no tendría nada que envidiar a los grandes templos de Occidente.

El resultado es una combinación asombrosa de estilos, en cuyas junturas se aprecia el esfuerzo por hallar soluciones técnicas que permitiesen articular esa unión casi increíble. Es cierto que se sacrificó parte del recinto, pérdida que Carlos V habría reprochado con frase lapidaria (“habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se ve en todas partes”). Sin embargo, esa solución impidió definitivamente la decadencia del edificio musulmán. Y el producto ha terminado por constituir una unidad fascinante.

Mientras contemplaba tal prodigio arquitectónico no pude evitar hacerme algunas preguntas. En particular, me venían a la mente dos nociones que siguen ocupando un papel inmerecido en la forma mentis de muchos contemporáneos: ‘conservador’ y ‘progresista’. ¿A qué se refieren, en realidad? ¿Es conservar conservador, y cambiar progresista? Más aún: ¿qué es mejor en cada caso...? ¿No se trata de dos etiquetas semánticas volubles, cuyo sentido depende absolutamente del contexto en el que aparezcan? Basta con observar los usos políticos en las épocas de transición –por ejemplo, en los años que siguieron a la caída del muro de Berlín, o durante la época Yeltsin en Rusia– para comprobar que el campo semántico de esos términos se puede desplazar con facilidad.

Descubrir lo valioso en la historia –y en la propia existencia personal– es algo mucho más profundo. No bastan las etiquetas. Hay que mirar más lejos. Más allá de los tópicos está la precisa estatura de las personas y de sus ideas, el estancamiento de las sociedades o su apertura a novedades edificantes. Es necesario aprender a mirar, a reconocer, a descubrir.

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En la imagen: “Contraste”, detalle del interior de la mezquita-catedral de Córdoba, por SantiMB (fuente: flickr.com).

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Vida




En la escena final de su admirable film Ordet, Carl Theodor Dreyer muestra al matrimonio protagonista en primer plano. La exangüe Inger se deja abrazar por su marido, a quien literalmente se come a besos. Ha redescubierto el don de la vida, que de nuevo se abre ante ella, grávida de promesas.

También yo me siento así, hoy 2 de septiembre. Comienza de nuevo un curso. Empieza de nuevo la vida ("La vida, sí", repite Inger, "la vida").

Hace ya meses que he descuidado mi blog. Volveré a cultivarlo a partir de ahora. Durante mi ausencia, algunas entradas se han enriquecido con nuevos retoños, como si tuvieran vida propia - y es que, en cierto sentido, la tienen. Es el caso, en particular, de la entrada que publiqué el viernes 3 de abril de este año, bajo el título "Carta abierta a Manuela: Mosterín, aborto, potencia y acto". Que haya dado lugar a un diálogo tan fructífero muestra bien la eficacia del intercambio sereno de opiniones. Es, como tantas cosas, una promesa esperanzadora.

La vida empieza de nuevo. La vida, sí: la vida.

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En la imagen: fotograma de Ordet, de Carl Theodor Dreyer (Dinamarca, 1955).