viernes, 11 de noviembre de 2011

Elecciones generales en España (y 3): pido la palabra

















Con gran emoción leo la autobiografía de Stefan Zweig. Se trata de la obra recomendada en nuestro club de lectura universitario para este mes de noviembre. Zweig bebió de una feliz confluencia de afluentes intelectuales que permearon su Viena natal a caballo entre el siglo XIX y el XX; en ellos se hallaban autores de otros países, como Emile Verhaeren o Romain Rollad, con los que estrechó lazos de amistad y que con él compartían la vocación de trabajar, desde su común experiencia de la fraternidad de hecho, por la concordia entre los pueblos hermanos de Europa.

El inesperado estallido de la primera Guerra mundial supuso para Zweig el inicio de un amargo ocaso que se llevaría por delante su propia vida. Refiriéndose a la reducida pero real influencia que pudo ejercer en la causa por la paz, en el libro llama la atención sobre las muy diferentes condiciones que observó durante el siguiente conflicto mundial. En 1914, la palabra (de los políticos, de los intelectuales) aún era escuchada, tenida en cuenta, debatida; en cambio, en 1945 se encontraba tan devaluada que lo que unos y otros dijeran no cosechaba más que indiferencia:

La palabra todavía tenía autoridad entonces. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la ‘propaganda’ (…) La conciencia moral del mundo todavía no estaba tan agotada ni desalentada como lo está hoy, aún reaccionaba con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira manifiesta.

La sociedad europea del período de entreguerras fue víctima de un proceso cuyas raíces se hunden en una ideologización de la política provocada, entre otros fenómenos, por la comprensión totalitaria de la “razón de Estado”. Si el objetivo del poder se halla prefijado en un a priori ajeno a la libertad de los hombres –se trate de una utopía colectivista, de un capitalismo incontrolado o de la supervivencia del gobernante o del partido–, entonces decir la verdad o mentir puede resultar del todo indiferente. Buena muestra de ello nos la ha dado la a menudo mezquina práctica política de los últimos años. Y es esto lo que me subleva.

No podemos dejar que la palabra siga devaluándose. Que dé igual hablar que callar, porque el lenguaje ha sido previamente despojado de su valor en el calvario del ágora pública. Que nuestros jóvenes se acostumbren a no escuchar, porque nadie escucha a nadie y los foros públicos han quedado convertidos en un mercado de carne y heces; y que, al no escuchar, se autoexcluyan del mundo de las palabras, ese mundo que podría abrirles un horizonte nuevo y luminoso. Basta. No debemos mancharnos más. Nuestro voto ha de ayudarnos a recobrar el espacio público para la razón y la libertad. Sólo de esta manera nuestras crisis de hoy servirán para abonar los frutos de mañana.

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En la imagen: "11-M memorial", por Felipe Gabaldón (fuente: www.flickr.com). La cita de Stefan Zweig está extraída de su obra Die Welt von Gestern, traducida por J. Fontcuberta y A. Orzeszek: El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2001, p. 307.

Elecciones generales en España (2 de 3): pido la voz












No entiendo el cainismo político. Se me oculta la razón por la cual mis opciones habrían de estar construidas sobre la descalificación a priori de las opiniones ajenas. Aunque, mientras escribo estas líneas, reconozco que esa razón no me resulta del todo oscura: se trata de la voluntad de supervivencia, del deseo de ser, de ser más – que se yergue, sobre todo, cuando no nos sentimos seguros de nosotros mismos y de nuestras opiniones. Entonces caemos en el engaño de cercenar aquello que pone en tela de juicio nuestros vacilantes puntos de vista.

Dicho esto, va de suyo que considero legítimas todas las opciones políticas que se encuentren fundamentadas en argumentos racionales – y que, por lo tanto, creen las condiciones que posibiliten el debate racional y la toma de decisiones razonables. Opciones que retroalimenten la democracia y la hagan más fuerte, más capaz de responder a los desafíos que la convivencia presenta en cada época y contexto sociocultural. La organización democrática no constituye ninguna panacea para los interrogantes de la existencia; ahora bien, facilita un contexto adecuado para convivir e intentar afrontarlos.

Lo anterior significa que cualquiera de los partidos políticos que concurren a las próximas elecciones generales en España me parece una opción posible. Con alguna salvedad. Yo ya he votado –por correo– y he podido constatar la pobreza de la nómina de agrupaciones que participan en los comicios: varias de ellas, ligadas a objetivos muy parciales, que difícilmente pueden responder a los desafíos globales que se nos presentan. Por otra parte, el PSOE atraviesa una grave crisis de legitimidad. En este contexto, pocas opciones realistas hay. Una de ellas, sin duda, es el Partido Popular. La preparación de muchos de sus dirigentes y bastantes de los puntos que han especificado en su programa ofrecen perspectivas de cambio que resultan necesarias y deseables.

Por lo que a mí respecta, a la hora de votar he sopesado tanto los programas como la orientación general que considero necesaria en esta hora tan grave de nuestra historia política. Desconfío de las mayorías absolutas (a menos que se den entre partidos con pluralidad interna, real y efectiva, como sucede en Estados Unidos); por otra parte, mi sensibilidad política me acerca más a la socialdemocracia que al liberalismo – y esto, por motivos que tienen que ver con la relevancia que atribuyo a la solidaridad regional e internacional, a la regulación financiera y laboral o al papel de la educación pública. De ahí que haya depositado mi confianza en la Unión Progreso y Democracia liderada por Rosa Díez.

Me gusta su apuesta por la solidaridad entre las regiones y la racionalización del Estado autonómico, su intención de reformar la ley electoral para eliminar la ya absurda desigualdad que fomentan los mecanismos actuales, la vocación profundamente europeísta de su política exterior y la crítica sin ambages a nuestros recientes socios dictatoriales, la voluntad de buscar consensos razonables en torno a lo esencial y de evitar disputas estériles. He meditado sobre la actitud de UPyD ante el aborto: espero que, lejos de abandonarse a corrientes internas extremas, Rosa Díez se reafirme en la postura que adoptó en el Parlamento español en contra de la banalización del que es un auténtico drama existencial. He tenido en cuenta las reflexiones de personas, a las que admiro y aprecio, sobre los procesos internos en el partido. He pensado en la posible (ir)relevancia parlamentaria de mi voto. Y he votado en conciencia.

¿Se terminó? No. Queda todo por hacer. El compromiso político no se agota en el voto. Más bien comienza con él: como si de un símbolo se tratase, una muestra de que estamos dispuestos a trabajar por el bien común. En realidad, todo depende de nosotros. ¡Si sólo nos convenciéramos de esto! Actuaríamos con un gran sentido de la responsabilidad colectiva y nuestra sociedad se transformaría desde dentro. Desde dentro y no desde arriba: en comprender esto estriba el sentido de la democracia.

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En la imagen: cartel publicitario de UPyD, en fotografía de Chesi - Fotos CC (fuente: www.flickr.com).

Elecciones generales en España (1 de 3): de 2004 a 2011



















Mi amigo Enrique me recuerda de vez en cuando –con visible diversión por su parte– con qué ojos miraba yo el mundo en aquel marzo de 2004. Me encontraba en Pamplona, donde había tenido lugar un congreso con motivo del bicentenario de Immanuel Kant, cuando los trenes de Atocha estallaron y el vuelco electoral del día 14 dio inicio a la primera legislatura del gabinete liderado por Rodríguez Zapatero. Con emoción leí su discurso inaugural. ¡Cuántas esperanzas deposité en su programa! De ahí la proporción de mi desengaño.

Durante estas dos legislaturas hemos sido testigos de la creciente erosión de la solidaridad entre las regiones españolas. Las batallas por el agua, por los privilegios estatutarios y las concesiones patrimoniales o tributarias han escenificado una serie de rupturas alentadas por el Gobierno central en su búsqueda de apoyos electorales en los caladeros nacionalistas. Una insolidaridad que llega a su culmen en el desmantelamiento de la educación pública. Las sucesivas leyes educativas han sumido el sistema estatal en una situación desconcertante. No se trata ya sólo de la deficiente política de inversiones (que convirtió la educación en la primera gran perdedora de la crisis, mientras se continuaba el despilfarro con miras electoralistas). Los continuos cambios normativos han fragmentado el espacio curricular en multitud de asignaturas de escaso valor científico, depauperando la formación de nuestros jóvenes y minando la función de la educación como vehículo de promoción social: nada más reaccionario y menos progresista.

La errática política nacional se ha reflejado en nuestras relaciones internacionales. Lejos de estrechar los lazos de amistad con nuestros naturales aliados europeos y americanos –países imperfectos pero democráticos–, la displicencia de nuestros gobernantes ha abierto heridas que después han pretendido cicatrizar con gestos insuficientes. Mientras tanto, estrechaban lazos con mandatarios dictatoriales o populistas en Cuba, Venezuela, Bolivia o China. El peso político de nuestro país se ha resentido por todo ello. Cosa nada banal: con él no queda mermado sólo el prestigio, sino también nuestra capacidad de influir a favor de la paz y la concordia en el mundo.

Pero muchos españoles no hubieran reaccionado –cosa que, ciertamente, no les honra– si todo ello no hubiese tenido su trasunto económico. La crisis financiera, de profundas raíces morales –en un modo de vida trastocado por el consumismo y la desconexión entre trabajo, valor real y precio de los productos– ha hincado el diente en nuestro país con efectos lacerantes que, en parte, podían haber sido evitados. Ya me he referido a la vergonzosa y culpable negación de la crisis en la campaña electoral de 2008: el PSOE ha incurrido con ello en una culpa histórica por la que debe rendir cuentas.

Y todo ello, en un contexto de creciente polarización social en el que las palabras han sido arrojadas como armas. Al anuncio del talante sucedieron medidas de alcance social –relacionadas con la vida, con la estructura familiar, la adopción, el divorcio, la formación juvenil o la memoria histórica, entre las que ha destacado la modificación del estatuto jurídico del aborto– que fueron puestas en marcha sin concitar el consenso de los grupos políticos, sin un proceso de reflexión concienzuda en torno a los argumentos científicos o las sensibilidades sociales y sin imaginación para hallar eficaces puntos de encuentro. Un despropósito que ha cristalizado en divisiones estériles.

Frente a los despropósitos, los escasos aciertos del gabinete socialista resultan hoy casi invisibles. Pienso, por ejemplo, en la Ley de dependencia o en la reforma de las relaciones económicas entre el Estado y la Iglesia católica: gotas de agua en un mar embravecido por la imprevisión y la mala fe. "Nos conviene que haya tensión", le susurró Rodríguez Zapatero a Iñaki Gabilondo en un plató televisivo. Lo ha logrado.

El decepcionante repaso de estos años me lleva a constatar que el PSOE de Rodríguez Zapatero ha dejado de ser un partido socialdemócrata. La insolidaridad entre las regiones, la depauperación de la educación pública, el acercamiento a regímenes dictatoriales o populistas, el atentado contra el trabajo y la economía de los ciudadanos sobre la base de cálculos electoralistas o el fomento de las divisiones sociales no forman parte del espíritu de la socialdemocracia. Un vecino como Noruega (al que, no por casualidad, el diario El país dedicó un amplio reportaje en el suplemento dominical del 30 de octubre) nos muestra el reverso de esta herencia emponzoñada.

Quizá la vía pase por un rotundo fracaso electoral que conduzca al PSOE –como en su momento a la UCD– a la disolución. Se podría refundar entonces la izquierda española sobre bases más sólidas, con programas no lastrados por revanchismos históricos y una auténtica voluntad democrática de consenso. Que ello suceda en torno a la UPyD de Rosa Díez o a partir del mejor núcleo del felipismo me parece, en este grave momento histórico, secundario. Importa más que la socialdemocracia lleve a cabo su aportación al bien común. Para ello debe recobrar el sentido de la responsabilidad: su pérdida ha conducido a un trágico hundimiento, en una nave pilotada por malos líderes. Capitanes sin rumbo, que parecen haberse apropiado el dicho que se atribuye a Luis XV: “Después de mí, el diluvio”.

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En la imagen: tercera jornada de la sesión de investidura (11/04/2008), fotografía de Inma Mesa (fuente: http://www.psoe.es/ / sala de prensa).

martes, 8 de noviembre de 2011

Jesu en la memoria

En su vida hubo dos viajes. El externo le llevó a vivir con su esposo y sus hijos en una ciudad francesa, no lejos de la Selva Negra. El interno estuvo jalonado por pérdidas y ganancias. Entre las primeras, el temprano fallecimiento de su marido – “un andaluz tan claro”, como cantaba García Lorca, “tan rico de aventura”. Entre las ganancias, su andadura por un camino de fe gracias al cual hizo tesoro de sus vivencias y llegó a comprender tantas cosas.

Ese viaje concluyó y, a la vez, comenzó hace unos días. Nos deja con la sensación de que junto a nosotros ha pasado un alma esculpida en un taller oculto y experto: un alma delicada y hermosa. Pie Jesu, qui tollis peccata mundi, dona Jesu sempiternam requiem.