viernes, 11 de noviembre de 2011

Elecciones generales en España (1 de 3): de 2004 a 2011



















Mi amigo Enrique me recuerda de vez en cuando –con visible diversión por su parte– con qué ojos miraba yo el mundo en aquel marzo de 2004. Me encontraba en Pamplona, donde había tenido lugar un congreso con motivo del bicentenario de Immanuel Kant, cuando los trenes de Atocha estallaron y el vuelco electoral del día 14 dio inicio a la primera legislatura del gabinete liderado por Rodríguez Zapatero. Con emoción leí su discurso inaugural. ¡Cuántas esperanzas deposité en su programa! De ahí la proporción de mi desengaño.

Durante estas dos legislaturas hemos sido testigos de la creciente erosión de la solidaridad entre las regiones españolas. Las batallas por el agua, por los privilegios estatutarios y las concesiones patrimoniales o tributarias han escenificado una serie de rupturas alentadas por el Gobierno central en su búsqueda de apoyos electorales en los caladeros nacionalistas. Una insolidaridad que llega a su culmen en el desmantelamiento de la educación pública. Las sucesivas leyes educativas han sumido el sistema estatal en una situación desconcertante. No se trata ya sólo de la deficiente política de inversiones (que convirtió la educación en la primera gran perdedora de la crisis, mientras se continuaba el despilfarro con miras electoralistas). Los continuos cambios normativos han fragmentado el espacio curricular en multitud de asignaturas de escaso valor científico, depauperando la formación de nuestros jóvenes y minando la función de la educación como vehículo de promoción social: nada más reaccionario y menos progresista.

La errática política nacional se ha reflejado en nuestras relaciones internacionales. Lejos de estrechar los lazos de amistad con nuestros naturales aliados europeos y americanos –países imperfectos pero democráticos–, la displicencia de nuestros gobernantes ha abierto heridas que después han pretendido cicatrizar con gestos insuficientes. Mientras tanto, estrechaban lazos con mandatarios dictatoriales o populistas en Cuba, Venezuela, Bolivia o China. El peso político de nuestro país se ha resentido por todo ello. Cosa nada banal: con él no queda mermado sólo el prestigio, sino también nuestra capacidad de influir a favor de la paz y la concordia en el mundo.

Pero muchos españoles no hubieran reaccionado –cosa que, ciertamente, no les honra– si todo ello no hubiese tenido su trasunto económico. La crisis financiera, de profundas raíces morales –en un modo de vida trastocado por el consumismo y la desconexión entre trabajo, valor real y precio de los productos– ha hincado el diente en nuestro país con efectos lacerantes que, en parte, podían haber sido evitados. Ya me he referido a la vergonzosa y culpable negación de la crisis en la campaña electoral de 2008: el PSOE ha incurrido con ello en una culpa histórica por la que debe rendir cuentas.

Y todo ello, en un contexto de creciente polarización social en el que las palabras han sido arrojadas como armas. Al anuncio del talante sucedieron medidas de alcance social –relacionadas con la vida, con la estructura familiar, la adopción, el divorcio, la formación juvenil o la memoria histórica, entre las que ha destacado la modificación del estatuto jurídico del aborto– que fueron puestas en marcha sin concitar el consenso de los grupos políticos, sin un proceso de reflexión concienzuda en torno a los argumentos científicos o las sensibilidades sociales y sin imaginación para hallar eficaces puntos de encuentro. Un despropósito que ha cristalizado en divisiones estériles.

Frente a los despropósitos, los escasos aciertos del gabinete socialista resultan hoy casi invisibles. Pienso, por ejemplo, en la Ley de dependencia o en la reforma de las relaciones económicas entre el Estado y la Iglesia católica: gotas de agua en un mar embravecido por la imprevisión y la mala fe. "Nos conviene que haya tensión", le susurró Rodríguez Zapatero a Iñaki Gabilondo en un plató televisivo. Lo ha logrado.

El decepcionante repaso de estos años me lleva a constatar que el PSOE de Rodríguez Zapatero ha dejado de ser un partido socialdemócrata. La insolidaridad entre las regiones, la depauperación de la educación pública, el acercamiento a regímenes dictatoriales o populistas, el atentado contra el trabajo y la economía de los ciudadanos sobre la base de cálculos electoralistas o el fomento de las divisiones sociales no forman parte del espíritu de la socialdemocracia. Un vecino como Noruega (al que, no por casualidad, el diario El país dedicó un amplio reportaje en el suplemento dominical del 30 de octubre) nos muestra el reverso de esta herencia emponzoñada.

Quizá la vía pase por un rotundo fracaso electoral que conduzca al PSOE –como en su momento a la UCD– a la disolución. Se podría refundar entonces la izquierda española sobre bases más sólidas, con programas no lastrados por revanchismos históricos y una auténtica voluntad democrática de consenso. Que ello suceda en torno a la UPyD de Rosa Díez o a partir del mejor núcleo del felipismo me parece, en este grave momento histórico, secundario. Importa más que la socialdemocracia lleve a cabo su aportación al bien común. Para ello debe recobrar el sentido de la responsabilidad: su pérdida ha conducido a un trágico hundimiento, en una nave pilotada por malos líderes. Capitanes sin rumbo, que parecen haberse apropiado el dicho que se atribuye a Luis XV: “Después de mí, el diluvio”.

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En la imagen: tercera jornada de la sesión de investidura (11/04/2008), fotografía de Inma Mesa (fuente: http://www.psoe.es/ / sala de prensa).

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