viernes, 14 de octubre de 2011

Sonata de otoño




Reencontrar un libro, un film o una pieza musical es como volver a ver a un amigo e intercambiar experiencias. Así me ha sucedido con Höstsonaten, el segundo film que rodó Ingmar Bergman durante su exilio voluntario de Suecia. Para ello concitó en Noruega a Ingrid Bergman, ya por entonces consciente de su grave enfermedad, y a una camaleónica Liv Ullmann, cada vez más sensible y certera. Otros actores fetiche del director sueco, como Erland Josephson y Gunnar Björnstrand, aparecen fugazmente en pantalla encarnando a personajes silentes. Todo es silencio en torno al crescendo en que se desarrolla el drama de Charlotte y Eva, madre e hija.

Cada vez que veo el film –la última en la FNAC de Murcia, con motivo de la presentación de nuestro volumen colectivo sobre Bergman– más me convenzo de que se trata de una explicación del amor: de lo que no es amor, de lo que sólo entraña amor sui, búsqueda de sí mismo, indiferencia y hasta hastío de aquél que intenta modelar al otro a imagen propia. Como en un negativo se pergeña el contorno del amor auténtico, amor benevolentiae tal y como sucederá en la última obra de Bergman (Saraband) con el personaje ausente de Anna. Hace poco se lo oí a una persona sabia: amar tiene que ver con dar de más y sin esperar nada.

El amor excede los lazos de mutua beneficencia que bien pueden ser explicados de forma naturalista – a saber, partiendo de las ventajas evolutivas que la benevolencia trae consigo en la struggle for life. Es mucho más que eso. “Hay como una gracia”, escribe la atormentada Eva a su exasperante y frágil madre, “es decir, la oportunidad que tenemos de ocuparnos de los demás, de ayudar a los demás, de demostrar afecto”. Superponiendo lo que dice y lo que da a entender, el film se convierte en una pieza de cámara que aterra y fascina presentándonos el gran desafío de la existencia.

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En la imagen: fotograma de Höstsonaten / Herbstsonate 
(Ingmar Bergman, 1978). (c) Svenskfilmindustri.