En el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) se puede contemplar varios trabajos de Martha Rosler pertenecientes a la serie Trayendo la guerra a casa (1967-1972). Uno de ellos lleva por título Primera dama (Pat Nixon). Se trata de una fotocomposición en tonos dorados, en la que el personaje posa junto a la chimenea en una luminosa y confortable sala de estar. El entorno –quintaesencia del sosiego pequeñoburgués– resultaría apacible si no fuera porque sobre la chimenea cuelga una fotografía en blanco y negro: un terrorífico plano de una mujer de rasgos asiáticos con el rostro deforme, las manos rígidas y una mueca de horror.
A veces, para mantener el propio
tren de vida hay que hacer oídos sordos al sufrimiento ajeno: así sucedió con
parte de los estadounidenses que jalearon la intervención en Asia durante la
Guerra fría, y así lo critica Rosler. En nuestros días, Donald Trump ha hecho
gala de una indiferencia semejante. No sólo ha concentrado sus esfuerzos de
campaña en el “hacer grande de nuevo a Estados Unidos” (cosa que de suyo no
tiene por qué extrañar a nadie), sino que lo ha hecho focalizando, entre otros
aspectos, el coste de la protección interna (a despecho de la inversión en
cooperación), demonizando la inmigración laboral (contra la dinámica misma de
la configuración histórica del país) y desoyendo el clamor del Tercer mundo.
En septiembre e invitado por el
presidente Peña Nieto, Trump visitó Ciudad de México. Se dio la circunstancia
de que me encontraba entonces allí; pude asistir in situ a la expectación generada por el político que había
denigrado, equiparándolos a delincuentes, a los emigrantes mexicanos. El tan
cacareado muro de separación –que Trump haría construir entre ambos países para
frenar la inmigración ilegal, a gastos pagados por México– quedó fuera de las
conversaciones. Quizá por eso fue aún mayor mi indignación cuando, en la tarde
del mismo día de su regreso, Trump declaró ante su enfervorizada clientela que
el muro sería construido y que lo pagarían, sí, los mexicanos… sólo que ellos
no lo sabían aún.
La chabacanería ha dominado el
discurso del candidato republicano ahora victorioso. Ni propios ni extraños se han
salvado de sus invectivas, comenzando por sus competidores: así, Barack Obama
habría fundado el Estado Islámico y Hillary Clinton sería una cualquiera a la que él mismo
llevaría a la cárcel en caso de ser elegido. En todo ello, se ha presentado
como defensor de la causa del ciudadano medio, gran víctima de las ansias de
poder de magnates y corruptos.
Trump ha roto algo más que las convenciones de lo políticamente correcto: ha pisoteado públicamente la exigencia de veracidad. Con el agravante de que, en este caso, la ciudadanía informada sabe que no dice la verdad: no hay evidencia alguna que conecte a Obama con el terrorismo; no hay datos que permitan identificar inmigración y delincuencia; aun en el caso de que hubiera motivos para ello, el presidente de los Estados Unidos no tiene –no debe tener– atribuciones judiciales para encarcelar a nadie. Más aún: Trump pertenece a la élite que dice combatir, y lo hace desde su vertiente más sombría: son (re)conocidos sus fraudes fiscales, para los que aprovechó a su favor las rendijas de la Hacienda estadounidense.
Trump ha roto algo más que las convenciones de lo políticamente correcto: ha pisoteado públicamente la exigencia de veracidad. Con el agravante de que, en este caso, la ciudadanía informada sabe que no dice la verdad: no hay evidencia alguna que conecte a Obama con el terrorismo; no hay datos que permitan identificar inmigración y delincuencia; aun en el caso de que hubiera motivos para ello, el presidente de los Estados Unidos no tiene –no debe tener– atribuciones judiciales para encarcelar a nadie. Más aún: Trump pertenece a la élite que dice combatir, y lo hace desde su vertiente más sombría: son (re)conocidos sus fraudes fiscales, para los que aprovechó a su favor las rendijas de la Hacienda estadounidense.
También sale perdiendo la política. Y esto, al menos, por dos motivos. En
primer lugar, Trump sienta un peligroso precedente para las democracias del planeta.
Algunos pueden sentir la tentación de emularle en otros entornos; a su modo,
partidos como el Movimento Cinque Stelle o Alternative für Deutschland han
comenzado a ensayar esa vía. Gracias a su éxito al otro lado del Atlántico, las
cotas de desprecio a la verdad y de falta de civismo se convierten ahora en un
(mal) ejemplo planetario y en un deleznable modelo para nuestros jóvenes.
Pero queda mucho por decir – y, quizá, lo más relevante. Sería superficial
pretender que el fenómeno Trump ha emergido de la nada. Hay motivos que
explican su auge. Existe una percepción pública de la degradación de la
convivencia a raíz de motivos geoestratégicos (la inseguridad generada por el
fanatismo islámico), institucionales (la sensación de impunidad en las altas
esferas del poder) o económicos (la creciente brecha entre ricos y pobres),
causas que han dado al traste con las legítimas expectativas de muchos
ciudadanos. En este contexto y para muchos indignados –negligentemente o no– poco
informados, Trump ha emergido como un espejismo.
Todo ello brota de un fenómeno más profundo, a saber: de la inadecuación
sistémica del capitalismo avanzado para responder a las necesidades
socioeconómicas que él mismo genera. Hay aquí un problema –Karl Marx dixit– que tiene todo que ver con la
apropiación de nuestra relación efectiva con el mundo a través del trabajo y
con la dignificación de éste. De ahí que Wolfgang Fritz Haug afirmara el pasado
martes en la Universidad de Valencia que el autoritarismo populista de Trump es
hijo del capitalismo de la alta tecnología.
Urge pensar estas cosas a la altura de los tiempos; urge una reflexión de
calado sobre los derroteros del neocapitalismo. Esperar que “salvadores de la
patria” como Trump supongan un revulsivo que ponga en marcha una dialéctica de
superación es un acto de sartreana mala fe, una insensata delegación de
responsabilidades. Trump contribuirá a degradar la escena política
internacional. Quizá haya, sí, un sentido en que pueda ser peldaño de un
progreso hacia algo mejor: y es que nuestros errores pueden ayudarnos, con la
condición de que los reconozcamos como tales. Mientras ese momento no llegue,
el error Trump traerá consigo más víctimas: fotografías, fijas y mudas, en el
confortable salón de sus colmadas aspiraciones de poder.
__________
Reproducción de un artículo propio publicado en el diario Levante (10/11/2016, p. 3). En la imagen: First Lady (Pat Nixon), de la serie Bringing the war home (1967-1972), obra de Martha Rosler (IVAM, Valencia).