lunes, 11 de diciembre de 2017

Así habló Zaratustra













Mi añorado amigo Higinio Marín escribió hace unos meses un artículo sin desperdicio (“La falla occidental”, Levante 10/12/2016, p. 3). Es el suyo un texto sugerente, pensado y escrito con esmero. Se refiere ahí a una escisión, una falla que quiebra las sociedades occidentales poniendo en peligro su estabilidad. El movimiento de esas “placas tectónicas” se debería a la “extrema bipolarización entre conservadores y progresistas” en una dialéctica excluyente, sin superación a la vista. 
Tal fractura se remonta a los albores de la Modernidad “en la revisión crítica de la tradición que supuso la Revolución francesa y que dio lugar a una democracia contra Dios, frente a la Revolución americana que proclamó la democracia y la igualdad de los hombres como ciudadanos ante Dios. Y es que, al menos en buena medida, el enfrentamiento entre esas dos versiones de Occidente es la última aunque soterrada mutación de las guerras de religión”. Ante ese final de ciclo, propugna una despolitización del bien común –de los modos opuestos de concebirlo, que luchan por imponerse– por cuyo medio se recree la convivencia entre discrepantes.
No puedo sino estar de acuerdo con el corolario de las reflexiones de Marín. No creo, sin embargo, que el problema de Occidente resida en esa fractura desencadenada como polarización política y social; éste era más bien el trasfondo sobre el que se recortaban las luchas de poder en la Guerra fría – luchas que bebían, sí, de las tensiones internas de una Modernidad irredenta. Pero ése no es ya nuestro escenario. Y diagnosticar en qué consiste dicha “falla occidental” reviste la mayor importancia en una época de transición hacia lo desconocido.
Me pregunto, en primer lugar, qué puesto puedan ocupar hoy en el diagnóstico las “guerras de religión”. A primera vista, de tales pueden ser calificados los conflictos que asolan Oriente próximo y ponen en jaque al planeta. Pero no es la religión, sino la instrumentalización política de lo religioso, lo que está ahí en juego (así lo he argumentado en “La raíz irracional del fanatismo”, Levante 16/01/2015, p. 33). Esa falla, además, escinde dos amplias regiones del mundo y no recorre Occidente por dentro. Esto no excluye que en nuestro ámbito existan posturas polarizadas en torno a lo religioso. Ahora bien, esas posturas no dictan la agenda de la política occidental en general ni nacional en particular: se trata de coletazos de un mundo –el moderno– cuya acta de defunción tarda en sustanciarse.

Fue probablemente Nietzsche quien con mayor clarividencia levantó tal acta. Su desarrollo intelectual y su abjuración de la fe trajeron consigo una indignación creciente contra quienes pretendían que el ocaso de Dios –de su presencia normativa en la cultura– pudiese tener lugar sin incumbir al tejido mismo de la sociedad, a los modos de relacionarse, a la moral. Es la invectiva que lanza contra Strauss en la primera de sus Intempestivas; la acusación que dirige, aquí y allá, contra el carácter pequeño burgués; la admonición, solemne y escalofriante, de su profeta Zaratustra, ya desde las páginas de La ciencia jovial. Será preciso recrear los valores; será preciso que el hombre supere al hombre si ha de estar a su propia altura. Y aquí “se inicia la tragedia”, el advenimiento de lo más grande jamás sucedido.
Privado de las seguridades otrora dispensadas por la normatividad de las instituciones políticas o religiosas; desengañado de las promesas enarboladas por las democracias surgidas tras la Segunda guerra mundial; desorientado por el desenfreno de las formas supranacionales de poder económico, el hombre postmoderno se confronta con su propio límite. No hay recetas para enfrentarse a los monstruos producidos por el poder de un mercado que para perpetuarse –y para alejar el horror que llega a las puertas en la persona del refugiado, del pobre o del hambriento– requiere el crecimiento exponencial del consumo, el aumento incesante de la productividad y la generalización de la indiferencia. 
La alternativa a ser triturado en el engranaje parece ser el caos externo. Muchos se debaten entre la agudización del malestar y los paliativos que el sistema les ofrece, desde los antidepresivos y los psicolépticos en general hasta el opio suministrado por televisión y la adormidera del consumo. Los populismos de toda laya y sus voceros más lamentables, desde Berlusconi, Orban o Le Pen a Trump, no son más –ni menos– que el espejismo al que muchos se aferran para conjurar ese malestar.
Pretender que la falla que fractura Occidente sea la voracidad del neocapitalismo es, con todo, reductivo. Esa voracidad y el modo en que mina nuestra convivencia son, a su vez, síntomas de una enfermedad mortífera. Aludiendo a esto –a la “enfermedad mortal”– se refería Kierkegaard a esa “desesperación de la finitud” que consiste en dejar que las urgencias del presente y el adocenamiento en la masa le arrebaten a uno su propio yo. Esa callada desesperación se nutre del temor. Hay también una forma de melancolía que priva a quien la padece del gusto por la vida. Es lo que los antiguos llamaron “acedia”, la negativa a celebrar la vida y a festejar el momento. Me pregunto si nuestras sociedades del bienestar no terminan por apagar la vida a fuerza de blindarla, de adocenarla, de narcotizarla.

Liberar el potencial de la existencia pasa también por un proyecto político. Y es aquí donde mi perspectiva acaba por divergir de la de Marín. No se puede despolitizar el bien común – precisamente porque la posibilidad misma del bien común, aquí y ahora, es un asunto político. Hay estructuras de poder perversas de suyo, que conspiran para extraer lo peor del ser humano; sólo la acción política, en su mejor versión, puede aspirar a desactivarlas. En el contexto de la “falla occidental”, el blanco de una praxis realmente transformadora no será ya la polarización político-social sino lo que ésta encubre: la incapacidad cultural de hacer frente al poder, transversal y omnímodo, del mercado.
Todo lo anterior no excluye que, habiendo pensado globalmente, actuemos localmente. Las relaciones de buena vecindad son un buen comienzo, forman parte de la política entendida en el mejor sentido. Esa política que en nuestro escenario –global, complejo, inédito y, por eso mismo, grávido de posibilidades– precisa, hoy más que nunca, de imaginación.

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Artículo propio publicado en el diario Levante (19/12/2016, p. 3). En la imagen: fotograma del film 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968).