domingo, 23 de diciembre de 2012

El asesinato de los niños




















Matar a seres que sólo cantan y no causan daño, como los ruiseñores, es algo malvado. Así se lo decía Atticus Finch a su hija Scout en el hermosísimo film de Robert Mulligan Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird, 1962, sobre novela de Harper Lee). En el jardín de su existencia en germen, a muchos niños se les ha segado la vida. Fue un joven perturbado el que acribilló a tiros a veinte niños y ocho adultos en el colegio Sandy Hook, Newtown (Estados Unidos). Todos nos hemos sobresaltado. Nos desgarra este tipo de acontecimientos, que devuelve a la actualidad el debate sobre la tenencia de armas.

Según datos recabados por The Economist, entre 2005 y 2010 la tasa de mortalidad infantil en Afganistán fue, por cada mil niños nacidos vivos, de 157 fallecimientos; en Chad, de 129; en Angola, de 117; los cuarenta restantes países con mayor mortalidad infantil, todos en África, presentaban cifras superiores a 60. (En España la tasa era de 3,9 por cada mil, en un porcentaje similar al de los países de nuestro entorno.) En otras palabras: la tragedia de Newtown se repite cada día. Con una diferencia. Resulta muy difícil prever las decisiones de una mente perturbada; en cambio, está en nuestra mano frenar la masacre.
 
Son miles y miles los que mueren de hambre a causa de la injusticia de los adultos: de la guerra, de la corrupción, del reparto desigual de la riqueza. Otros mueren en nuestro entorno a manos de esa forma de egoísmo colectivo que convierte al aborto en solución aparente para problemas que son mucho más complejos. Mientras tanto, el mundo rebosa de espacio y de recursos; la actual crisis económica no está haciendo más que agrandar la brecha entre poseedores y desposeídos.
 
La tragedia de Newtown, símbolo de la masacre cotidiana de los niños, ha sucedido poco antes de Navidad. La fe cristiana gira en torno a la donación de Dios al hombre, un misterio cósmico del que lo sucedido en Belén constituye tan solo un reflejo. Ese enigma de generosidad callada ha quedado desfigurado en nuestra sociedad neocapitalista, que lo traduce en la única moneda de cambio que conoce: el consumo. Pero el consumo desbocado y la solidaridad son antitéticos. Hay que elegir. Elegir entre dar de comer a los niños o asesinarlos.
 
__________
Artículo propio publicado en el diario Información, edición de Elx / Baix Vinalopó (19/12/2012, p. 25). En la imagen: detalle del "Guernica", óleo pintado por Pablo Picasso en 1937 (Museo de Arte Contemporáneo "Reina Sofía", Madrid).
 
 

lunes, 10 de diciembre de 2012

Las dos vidas de Europa. En la concesión del Nobel de la Paz a la Unión Europea



















«Europa es como un gigantesco matadero humano. Toda la civilización, creada mediante el trabajo de muchas generaciones, está abocada a la destrucción. La barbarie más salvaje celebra hoy su triunfo». Era Leon Trotsky el que así aludía, en septiembre de 1915, a la tragedia que se cebaba en el continente europeo en los inicios de la Gran guerra.
                Europa tiene dos vidas. Una de ellas transcurre a la sombra de la cizaña y del enfrentamiento. En la otra, los parientes de sangre –hermanos, primos hermanos– se reconocen mutuamente en su pluralidad y riqueza. Nosotros, europeos del siglo XXI, nos hemos acostumbrado a la vida de luz y concordia. Pero la búsqueda del interés excluyente, el rugido de la violencia ancestral –origen de esa desgana de cultura barruntada por Freud– sigue al acecho. Y hemos de elegir. 
                Lo europeo nació, junto con la historia de la ciencia, a caballo de la transición del mito al logos. A orillas del Egeo, en torno al siglo V a. C., los habitantes de la Hélade emprendieron su aventura; la racionalidad narrativa del mito quedó modulada por la racionalidad que persigue las causas de lo real. Ese camino llevaría, a través de complejos meandros, a la revolución científica del XVII y a sus proyecciones en las distintas ciencias. Europa sirvió como laboratorio de un modelo de explicación del mundo con vocación de globalidad.
                Lo europeo nació, a la vez, con la historia de la comprensión filosófica del hombre. De ella brotó una cierta sensibilidad y una determinada ética. La cultura grecolatina se halla transida por la identificación de una diferencia, de una escisión entre lo meramente animal y lo humano, que alcanza su cifra más elevada en la noción de piedad. Entre los sentidos de la pietas descuella la relación de reconocimiento de los hijos hacia los padres y la gratitud por lo recibido. Así, el Derecho romano se vertebra en torno a los deberes que el ciudadano contrae hacia sus ancestros, sus coetáneos y el Estado.
                Lo europeo nació, finalmente, a la luz de una tradición religiosa. En ella se incorporaba el diálogo con la filosofía y la pietas grecolatinas, engarzadas en la lectura de la existencia con la clave de la idea judaica de filiación. Esa idea de filiación fue transmutada por la de hermandad: Dios y el ser humano quedan emparentados por el abajamiento del Hijo, hecho hombre para compartir la suerte de los hombres. Se sigue de ello una solidaridad radical entre individuos y pueblos que se halla en la entraña del cristianismo.
                La raíz de Europa reside, pues, en una triple unidad. Racionalidad científica, comprensión filosófica y tradición religiosa se entrelazan para generar una fuente de sentido de la que han brotado algunas de las máximas conquistas de la civilización.
                Sin embargo, esta raíz luminosa posee un trasunto oscuro, un reverso macabro. Del árbol común y mestizo han brotado vástagos marchitos. Resultaría prolijo desgranar una crónica europea de la violencia: a su primera manifestación masiva –la expansión militar del Imperio romano– se superpusieron las invasiones bárbaras y, en época moderna, las guerras de religión. Instrumentalizadas por los poderes principescos, las divergencias vehiculadas por la Reforma se trocaron en excusa para pugnas por la supremacía política.
                Las tensiones derivadas de la pujanza de los Imperios decimonónicos, los intereses económicos contrapuestos y el polvorín de diferencias étnicas enquistadas abrieron el camino a la Gran guerra (1914-1919). Se inauguró así un siglo que con Hobsbawn podemos calificar de corto y con Zweig de insensato. En un convoy militar, en los estertores de la debacle, el escritor austríaco recogió las palabras de un anciano sacerdote: «Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero nunca habría creído posible semejante crimen contra la humanidad». Vendrían aún la guerra civil española, la segunda mundial y los horrores de los Balcanes.
                La unidad renació de los escombros. En 1949 se crea el Consejo de Europa. Es de 1950 la declaración de Schuman y Monnet sobre el Mercado Común de carbón, acero y hierro, germen de la CECA y de la Comunidad Económica Europea (CEE), pragmático inicio de un ambicioso proyecto de reconciliación. El Parlamento Europeo convierte a Estrasburgo en fulcro deliberativo de un creciente grupo de Estados. La CEE embasta una política exterior común, muy visible en sus tomas de posición sobre los conflictos de Oriente medio y próximo. Generaciones de universitarios descubren a sus coetáneos europeos gracias a estancias sufragadas por las becas ERASMUS. Puesta en marcha el 1 de noviembre de 1993, la Unión Europea pretende ahondar la integración por medio de la convergencia de las monedas en el euro.
                Pero pronto regresan los vientos de disgregación. Las políticas sobre gestión agrícola, pesquera o industrial topan con resistencias internas. Con la crisis económica desatada en torno a 2008, los intereses centrífugos se multiplican. Hoy el desencuentro halla su símbolo en el deterioro de la imagen de Alemania en los países castigados por las medidas de austeridad. Entre ellos, la Grecia de los orígenes, postrada y doliente; esa Grecia en la que los pensadores y artistas alemanes del XIX habían atisbado el mejor reflejo de sus aspiraciones. 
                Es a la luz de esta apasionante aventura que se comprende el alcance del Premio Nobel de la Paz concedido a la Unión Europea. El proyecto que auspiciaron los pensadores europeístas ha permitido avances inéditos; no obstante, se ha visto acompañado por una progresiva desafección, fruto del olvido de la historia reciente y del estancamiento de no pocos en una pseudocultura narcotizante. Frente a esa indiferencia suicida, hoy más que nunca resulta preciso trabajar por la integración: los desafíos son acuciantes y globales. La triple herencia europea constituye un patrimonio para la Humanidad grávido de paz y de justicia. Debemos optar por una de las dos vidas de Europa.
                «Nunca, en la historia del mundo, ha habido una tarea más urgente, más sublime, cuya realización debería ser nuestra obra en común», decía Trotsky dirigiéndose al proletariado. Un siglo después, todos los europeos comprometidos con la solidaridad formamos parte de esa prole. Y «ningún sacrificio es demasiado grande, ninguna carga es demasiado pesada a fin de alcanzar esa meta: la paz entre los pueblos». 

__________
Artículo propio publicado en el diario La verdad de Alicante el 05/12/2012, p. 21. En la imagen: detalle de "La rendición de Breda", óleo pintado entre 1634 y 1635 por Diego Velázquez (Museo del Prado). 

martes, 13 de noviembre de 2012

Carnaval neocapitalista y triste
















“Los ciegos me preguntan «¿Cómo es / la luz?» Y yo querría pintarles, inventarles / qué plenitud es, cómo se funde con el cuerpo, / con el alma, llenándonos, embriaguez exacta / mediodía, mar llena, enorme flor sin pétalos (…).  No, no saben, no pueden / comprender”. Era nuestro gran Dámaso Alonso el que lamentaba así el abismo entre quien ha sentido el beso de la luz y aquél a quien le está vedado su cálido abrazo.

Halloween es el ajetreo de la oscuridad. Espoleados por escaparates multicolor, por el auge del cine de terror de serie B (y, últimamente, de jóvenes y hermosos vampiros fílmicos) y por la inventiva comercial de los adultos, no pocos niños y mayores se suben al carro del disfraz y la mueca. Otra rueda en el engranaje del neocapitalismo, que necesita inventar necesidades para generar nichos de consumo de nuevos productos. El resultado es “la euforia dentro de la infelicidad”, ha escrito Herbert Marcuse. A pesar de que se los consuma con agrado, “siguen siendo lo que fueron desde el principio: productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión”.

Cuando se inicia noviembre, ponemos en el altar del recuerdo a los seres queridos que ya nos faltan. Del budismo o el hinduismo al judaísmo y el cristianismo, esa memoria hiriente y consoladora nutre la cosmovisión religiosa y vertebra la cultura occidental: la piedad hacia los fallecidos pone en relación de continuidad unas generaciones con otras y sella el vínculo entre familiares, amigos y ciudadanos. Frente a tétricos rituales de paso de estación –a los que se liga el origen de Halloween–, en el cristianismo se ubicó la celebración de todos los santos un día antes de la memoria de los difuntos como prólogo luminoso. 

Pero Halloween es oscuridad. En sus sótanos –lugar que rara vez visitan los que frecuentan el disfraz y la mueca– habita una ceguera que afecta a cosas invisibles al ojo físico pero que nutren al mundo. En ese ajetreo de caricaturas espectrales, la vida de los que faltan queda desdibujada, irreconocible. No hay recuerdo luminoso ni posible pervivencia en los ojos vacíos de la calabaza. Nadie comprende ni nos habla desde sus cuencas mudas. Halloween: carnaval neocapitalista y triste.  

__________
Artículo propio publicado en el diario Información, 06/11/2012, p. 29. En la imagen: fotografía tomada en Castrourdiales (Cantabria) el 16/04/2011.

lunes, 5 de noviembre de 2012

La senda del futuro

















No se puede ganar el futuro siendo una rana. O siendo un gusano. Me explico. En su autobiografía, una de las figuras más brillantes de la investigación española se refería al gran árbol de la ciencia y a dos de sus inquilinos: el especialista corto de miras y el científico con sentido filosófico. “El especialista trabaja como una larva, asentado sobre una hoja y forjándose la ilusión de que su pequeño mundo se mece aislado en el espacio; el científico general, dotado de sentido filosófico, entrevé el tallo común a muchas ramas”. Reflexiones de nuestro Ramón y Cajal, ya con el Nobel en su haber por sus trabajos sobre la comunicación sináptica.

En un fascinante reportaje sobre las nuevas tendencias de la educación superior en China, firmado por Austin Ramzy para Time, me encontré ayer de nuevo con Ramón y Cajal. O casi. Era Peng Wanrong (Wuhan University) el que ironizaba sobre esa actitud de provincianismo intelectual, encarnada ahora… en una rana. “Todas las escuelas de élite tienen ese tipo de profesor de ciencia e ingeniería que sólo conoce su campo. Ponle en el ancho mundo y apenas se dará cuenta de que su conocimiento está tan limitado como una rana en un pozo”.

Y es que el conocimiento –y esa variedad suya, metodológicamente refinada, que llamamos ciencia– es, por definición, apertura. Nada sabe aquél que se recluye en su hoja (o en su pozo). El especialismo a ultranza produce resultados prácticos deslumbrantes a corto plazo, pero a largo seca las raíces del interés por el mundo y, con ellas, agosta el árbol de la ciencia. Ortega y Gasset llamaba a esto ‘barbarie’. Y no poco de bárbaros tienen los tecnócratas a cuyas andanzas nos estamos acostumbrando.

Pero la senda del futuro no va por ahí. El porvenir será de los osados: de los que se atreven a medirse con el horizonte, con esa realidad unitaria que supera los límites de las perspectivas (lícitas pero parciales) de las disciplinas particulares. Somos ya bastantes los que abogamos por abolir la dicotomía entre “las dos culturas”, por la cual “se es de letras” o “se es de ciencias”. Una escisión que tuvo su sentido en otro contexto histórico: no en el nuestro. En España o en China, el porvenir no será de los gusanos reconcentrados en su hoja ni de las ranas satisfechas en su charca. El futuro pertenece a los seres humanos que se abren al mundo. 

__________
Artículo propio publicado en el diario Información, 20/10/2012, p. 76. En la imagen: fotografía tomada en Castrourdiales (Cantabria) el 16/04/2011. 

jueves, 11 de octubre de 2012

Valor y precio



















Tener un valor o tener un precio: he ahí la cuestión. Debemos a Kant haber aquilatado esta idea: “Lo que tiene un precio, puede ser sustituido por alguna otra cosa que sea equivalente; en cambio, lo que está más allá de todo precio –y, por lo tanto, no permite equivalente alguno–, eso tiene dignidad”. Y tener dignidad es poseer “un valor (Wert) interno”.

Da la casualidad de que nuestro actual ministro de Educación enarbola el valor en el apellido: todo un recordatorio. En el anteproyecto de ley orgánica para la mejora de la calidad educativa leo que se reforzará la optatividad y la formación profesional; se logrará así cualificar mejor a los jóvenes, en orden a insertarse con mayor prontitud en el mercado de trabajo. El criterio aquí es el precio. Nada que objetar: la educación tiene que ver con el trabajo, una faceta constitutiva de lo humano. Pero me interesa seguir leyendo. Descubro que algunas asignaturas desaparecen. En el Bachillerato, Ciencias para el mundo contemporáneo y Filosofía y ciudadanía. Asignaturas que tienen que ver con el valor.

¿Qué equivalente monetario tiene indagar sobre el origen del Universo o la evolución biológica? ¿Hasta qué punto aumenta nuestra competitividad la reflexión sobre los fundamentos de la ética y de la democracia…? Se trata de cuestiones cruciales en los programas normativos de Ciencias para el mundo contemporáneo y de Filosofía y Ciudadanía. La respuesta es transparente: aprender ese tipo de contenidos no tiene precio. En cambio, posee mucho valor. Nos ayuda a comprendernos como personas. Nos hace más humanos.

En toda reforma educativa late un modelo de persona. Aquí emerge ya en la primera frase del anteproyecto: “La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país; su nivel educativo determina su capacidad de competir con éxito…”, etc. Retazos de una concepción neocapitalista de la sociedad y del hombre. Pero esa concepción no responde a la esencia del ser humano ni a sus anhelos más profundos. Puede valer cuando se trata de precio, pero no cuando se trata de valor. De ese valor que el ministro lleva inscrito, como una llamada y como un dardo hiriente, en su propio apellido. 

__________
Artículo propio publicado en el diario Información, 06/10/2012, p. 31. En la imagen: fotografía tomada durante el verano de 2010.