lunes, 10 de diciembre de 2012

Las dos vidas de Europa. En la concesión del Nobel de la Paz a la Unión Europea



















«Europa es como un gigantesco matadero humano. Toda la civilización, creada mediante el trabajo de muchas generaciones, está abocada a la destrucción. La barbarie más salvaje celebra hoy su triunfo». Era Leon Trotsky el que así aludía, en septiembre de 1915, a la tragedia que se cebaba en el continente europeo en los inicios de la Gran guerra.
                Europa tiene dos vidas. Una de ellas transcurre a la sombra de la cizaña y del enfrentamiento. En la otra, los parientes de sangre –hermanos, primos hermanos– se reconocen mutuamente en su pluralidad y riqueza. Nosotros, europeos del siglo XXI, nos hemos acostumbrado a la vida de luz y concordia. Pero la búsqueda del interés excluyente, el rugido de la violencia ancestral –origen de esa desgana de cultura barruntada por Freud– sigue al acecho. Y hemos de elegir. 
                Lo europeo nació, junto con la historia de la ciencia, a caballo de la transición del mito al logos. A orillas del Egeo, en torno al siglo V a. C., los habitantes de la Hélade emprendieron su aventura; la racionalidad narrativa del mito quedó modulada por la racionalidad que persigue las causas de lo real. Ese camino llevaría, a través de complejos meandros, a la revolución científica del XVII y a sus proyecciones en las distintas ciencias. Europa sirvió como laboratorio de un modelo de explicación del mundo con vocación de globalidad.
                Lo europeo nació, a la vez, con la historia de la comprensión filosófica del hombre. De ella brotó una cierta sensibilidad y una determinada ética. La cultura grecolatina se halla transida por la identificación de una diferencia, de una escisión entre lo meramente animal y lo humano, que alcanza su cifra más elevada en la noción de piedad. Entre los sentidos de la pietas descuella la relación de reconocimiento de los hijos hacia los padres y la gratitud por lo recibido. Así, el Derecho romano se vertebra en torno a los deberes que el ciudadano contrae hacia sus ancestros, sus coetáneos y el Estado.
                Lo europeo nació, finalmente, a la luz de una tradición religiosa. En ella se incorporaba el diálogo con la filosofía y la pietas grecolatinas, engarzadas en la lectura de la existencia con la clave de la idea judaica de filiación. Esa idea de filiación fue transmutada por la de hermandad: Dios y el ser humano quedan emparentados por el abajamiento del Hijo, hecho hombre para compartir la suerte de los hombres. Se sigue de ello una solidaridad radical entre individuos y pueblos que se halla en la entraña del cristianismo.
                La raíz de Europa reside, pues, en una triple unidad. Racionalidad científica, comprensión filosófica y tradición religiosa se entrelazan para generar una fuente de sentido de la que han brotado algunas de las máximas conquistas de la civilización.
                Sin embargo, esta raíz luminosa posee un trasunto oscuro, un reverso macabro. Del árbol común y mestizo han brotado vástagos marchitos. Resultaría prolijo desgranar una crónica europea de la violencia: a su primera manifestación masiva –la expansión militar del Imperio romano– se superpusieron las invasiones bárbaras y, en época moderna, las guerras de religión. Instrumentalizadas por los poderes principescos, las divergencias vehiculadas por la Reforma se trocaron en excusa para pugnas por la supremacía política.
                Las tensiones derivadas de la pujanza de los Imperios decimonónicos, los intereses económicos contrapuestos y el polvorín de diferencias étnicas enquistadas abrieron el camino a la Gran guerra (1914-1919). Se inauguró así un siglo que con Hobsbawn podemos calificar de corto y con Zweig de insensato. En un convoy militar, en los estertores de la debacle, el escritor austríaco recogió las palabras de un anciano sacerdote: «Tengo sesenta y siete años y he visto muchas cosas. Pero nunca habría creído posible semejante crimen contra la humanidad». Vendrían aún la guerra civil española, la segunda mundial y los horrores de los Balcanes.
                La unidad renació de los escombros. En 1949 se crea el Consejo de Europa. Es de 1950 la declaración de Schuman y Monnet sobre el Mercado Común de carbón, acero y hierro, germen de la CECA y de la Comunidad Económica Europea (CEE), pragmático inicio de un ambicioso proyecto de reconciliación. El Parlamento Europeo convierte a Estrasburgo en fulcro deliberativo de un creciente grupo de Estados. La CEE embasta una política exterior común, muy visible en sus tomas de posición sobre los conflictos de Oriente medio y próximo. Generaciones de universitarios descubren a sus coetáneos europeos gracias a estancias sufragadas por las becas ERASMUS. Puesta en marcha el 1 de noviembre de 1993, la Unión Europea pretende ahondar la integración por medio de la convergencia de las monedas en el euro.
                Pero pronto regresan los vientos de disgregación. Las políticas sobre gestión agrícola, pesquera o industrial topan con resistencias internas. Con la crisis económica desatada en torno a 2008, los intereses centrífugos se multiplican. Hoy el desencuentro halla su símbolo en el deterioro de la imagen de Alemania en los países castigados por las medidas de austeridad. Entre ellos, la Grecia de los orígenes, postrada y doliente; esa Grecia en la que los pensadores y artistas alemanes del XIX habían atisbado el mejor reflejo de sus aspiraciones. 
                Es a la luz de esta apasionante aventura que se comprende el alcance del Premio Nobel de la Paz concedido a la Unión Europea. El proyecto que auspiciaron los pensadores europeístas ha permitido avances inéditos; no obstante, se ha visto acompañado por una progresiva desafección, fruto del olvido de la historia reciente y del estancamiento de no pocos en una pseudocultura narcotizante. Frente a esa indiferencia suicida, hoy más que nunca resulta preciso trabajar por la integración: los desafíos son acuciantes y globales. La triple herencia europea constituye un patrimonio para la Humanidad grávido de paz y de justicia. Debemos optar por una de las dos vidas de Europa.
                «Nunca, en la historia del mundo, ha habido una tarea más urgente, más sublime, cuya realización debería ser nuestra obra en común», decía Trotsky dirigiéndose al proletariado. Un siglo después, todos los europeos comprometidos con la solidaridad formamos parte de esa prole. Y «ningún sacrificio es demasiado grande, ninguna carga es demasiado pesada a fin de alcanzar esa meta: la paz entre los pueblos». 

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Artículo propio publicado en el diario La verdad de Alicante el 05/12/2012, p. 21. En la imagen: detalle de "La rendición de Breda", óleo pintado entre 1634 y 1635 por Diego Velázquez (Museo del Prado). 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es necesario gritarle a Europa (y al mundo entero): déjate de imbecilidades y cree que Dios te ama, que envió a su Hijo al mundo para pagar lo que tú debías. Y, que si te crees esto, todo es posible. La PAZ entre los pueblos... El BIENESTAR para todos... La IGUALDAD entre los que hablan distintos idiomas....Etc, etc.
Este es tiempo de gracia, nos nace el SALVADOR. Que nos traiga la esperanza de que Él hará posible este deseo que yo lanzo desde aquí a todos los que lo lean, especialmente a tí.