lunes, 24 de enero de 2011

Abrirse al mundo
























Acabo de volver a ver El último emperador, de Bernardo Bertolucci. En el film se recrea la melancólica historia del último vástago de la última familia imperial china. Cada nuevo escenario agudiza el aislamiento de un heredero de otra época, alma perdida en una jaula de la que cada vez resulta más difícil salir: desde el espléndido introito en la Ciudad prohibida hasta el palacio de gobierno en la Manchuria controlada por Japón, Pu-Yi vaga en busca de arrebatadas glorias que sólo habitan en su infancia y en la añoranza de la madre arrebatada.

A pesar de los veintitrés años transcurridos desde el rodaje y del contraste con las actuales posibilidades técnicas de retoque digital, el film no ha perdido un ápice de maestría técnica a los ojos del espectador de hoy. Mientras lo veía, un pensamiento se me hacía una y otra vez presente. Me fascina la apertura al mundo de un director que se embarca en la empresa de rodar un relato que se halla tan alejado de su imaginario cultural, tanto como el entronizado Pu-Yi infante lo está del anciano que apura sus días como jardinero en el Pekín de Mao.

Esta semana finalizan mis cursos del primer semestre con mis queridos estudiantes de Educación. No he dejado de repetirles que para ellos resulta vital la apertura al mundo: no en vano el símbolo de sus estudios es un globo terráqueo. Sólo puede enseñar aquél que ha sentido el arañazo profundo de la curiosidad, el ansia de saber la verdad del mundo: ese ideal inalcanzable en toda su amplitud al que, sin embargo, no podemos renunciar si queremos vivir humanamente.
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En la imagen: "Inside the Forbidden City", por Johey24 (fuente: flickr.com).

sábado, 1 de enero de 2011

El tiempo de la danza: mi felicitación de Año nuevo


















Empezar el año asistiendo a la retransmisión del concierto de Año nuevo desde la Musikverein de Viena devuelve al tiempo su sentido primigenio: el de ser tiempo para la danza. Quien lo vive se olvida de sí, en un gozoso automatismo que deja espacio a la acción para entregarse a la acogida del otro: es el tiempo del amor y de la paz. Precisamente hoy se celebra la Jornada mundial por la paz. A estas convergencias se añade que acabo de terminar de leer El tiempo de la danza, obra del polifacético intelectual italiano Paolo Bertezzolo [Il tempo della danza. Storie per chi vuole sperare, Gabrielli Editori, Verona 2004].

En El tiempo de la danza se entrelazan una serie de relatos aparentemente lejanos entre sí: las vicisitudes vitales y filosóficas de Hipatia de Alejandría y su discípulo Sinesio de Cirene, la segunda guerra mundial y la campaña del ejército italiano en África, la posguerra y la paulatina articulación del sistema sindical y de partidos en Italia – hilos argumentales engarzados por la admirable y amarga historia de amor y de compromiso social protagonizada por Guido Biancardi, en el escenario entrañable de las aldeas y ciudades del Véneto. La compleja urdimbre diegética no obsta para que emerja con vigor una reflexión de largo alcance sobre el sentido de la historia, el valor de la política y el modo en que contemplación y acción se hallan enlazadas.

Todo ello se perfila sobre el trasfondo de una penetrante perspectiva sobre la esencia del cristianismo y su insoslayable relación con la laicidad: “El Dios que se ha manifestado en el Sinaí no pide violencia. Pide, esto sí, que nos liberemos de los dioses. Es decir, que nos liberemos de los falsos absolutos, que sepamos contemplar todas las cosas en su justo valor, que es siempre relativo. He aquí porqué la laicidad, que es esta capacidad de aprehender el justo valor de las cosas y de no absolutizar jamás ninguna de ellas, afecta íntimamente a la fe” (pp. 368-369). Estas palabras de Guido entrañan una tarea secular de la conciencia cristiana y una radical llamada de atención sobre la radicalidad del Evangelio, sobre su independencia de una u otra forma mentis culturalmente mediada.

Con esta obra, de hermosura cautivadora y punzante, el autor se revela como auténtico discípulo de Sinesio y se refleja por su medio en el fascinante espejo de Hipatia. “Dos son las partes de la filosofía”, afirmaba Sinesio, “contemplación y acción”. Como si se hiciera eco de estas palabras, recogidas en una carta escrita hace mil seiscientos años, Bertezzolo apunta finalmente al amor como fuente oculta de la que mana toda renovación radical de la historia: “El amor te puede asegurar que es posible cambiar el curso injusto del mundo. La totalidad a la que tiende suscita la pretensión de una condición humana feliz, sin engaños, sin violencia ni dolor. Es capaz de hacerte actuar de manera potente contra lo que no funciona. Porque sabes que esa condición no es un sueño. La puedes vivir ya aquí. Entonces entiendes que las injusticias y los sufrimientos son intolerables y que no prevalecerán”.

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En la imagen: Goldener Saal, Wiener Musikverein, fotografía de d6g (fuente: flickr.com).

Il tempo della danza: auguri di Capodanno per i miei lettori italiani


Iniziare l’anno vedendo la ritrasmissione del concerto di Capodanno dalla Musikverein di Vienna restituisce al tempo il suo senso primordiale: quello di essere tempo per la danza. Chi così lo esperisce dimentica se stesso in un gaudioso automatismo che lascia spazio all’azione per consegnarsi all’accoglienza dell’altro: è il tempo dell’amore e della pace. Oggi appunto viene celebrata la Giornata mondiale per la pace. A queste coincidenze si aggiunge il fatto che ho appena finito di leggere Il tempo della danza. Storie per chi vuole sperare, del polifacetico intellettuale di Calto (Rovigo) Paolo Bertezzolo [Gabrielli Editori, Verona 2004].

Ne Il tempo della danza si incrociano racconti diversi, apparentemente lontani tra di loro: le vicende vitali e filosofiche di Ipazia d’Alessandria e del suo discepolo Sinesio di Cirene, la seconda guerra mondiale e la campagna africana dell’esercito italiano, il dopoguerra e la progressiva articolazione del sindacalismo e del sistema dei partiti in Italia, fili narrativi allacciati dalla mirabile e amara storia di amore e impegno sociale protagonizzata da Guido Biancardi sullo sfondo tanto caro dei paesi e le città del Veneto. La complessa trama del racconto non impedisce che vi emerga vigorosamente una riflessione di vasta portata sul senso della storia, sul valore della politica e sul modo in cui sono unite la contemplazione e l’azione.

Tutto ciò si staglia sullo sfondo di una prospettiva lungimirante sull’essenza del cristianesimo e il suo rapporto con la laicità: “Il Dio che si è manifestato sul Sinai non chiede violenza. Chiede di liberarci dagli dèi, questo sì. Di liberarci, cioè, dai falsi assoluti, e di saper vedere tute le cose nel loro giusto valore, che è sempre relativo. Ecco perché la laicità, che è questa capacità di cogliere il giusto valore delle cose, e di non assolutizzarne mai nessuna, riguarda intimamente la fede” (p. 368-369). Queste parole di Guido serbano un compito secolare della coscienza cristiana e un richiamo radicale alla radicalità del Vangelo, alla sua indipendenza da cualunque forma mentis culturalmente condizionata.

Con quest’opera dalla bellezza accattivante e anche sconvolgente, l’autore rivela essere un vero discepolo di Sinesio e attraverso di lui si riflette nello specchio affascinante di Ipazia. “Due sono le parti della filosofia”, aveva detto Sinesio, “contemplazione e azione”. Quasi echeggiando queste parole, scritte milleseicento anni fa in una lettera, Bertezzolo addita all’amore como fonte nascosta dalla quale sgorga ogni radicale rinnovamento della storia: “L’amore può assicurarti che è possibile cambiare il corso ingiusto del mondo. La totalità cui tende suscita la pretesa di una condizione umana felice, senza inganni, senza violenza e dolore. E’ in grado di farti operare in modo poderoso contro ciò che non va. Perché sai che quella condizione non è un sogno. La puoi vivere già qui. Capisci allora che le ingiustizie e le sofferenze sono intollerabili e non prevarranno”.

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