Madrugada del lunes al martes. Me despierta el ladrido de un perro en una finca cercana y me desvelo. Tras una hora intentando reconciliar el sueño en vano, decido poner por escrito varios pensamientos que me rondan. Esta noche he terminado de ver Vergüenza (Skammen), la única película del ciclo Bergman –de inminente comienzo– que no conocía. La programé por sugerencia de Pablo (nuestro Ángel Pablo Cano), y ha sido todo un acierto. Se trata de un descarnado análisis del precipicio moral al que puede asomarse la condición humana en una situación extrema: ejercicio típicamente bergmaniano que en este caso –como en esa otra excepción que es El huevo de la serpiente (The Serpent’s Egg)– no se enmarca en las relaciones de pareja o entre individuos, sino en el contexto de la degradación social provocada por la guerra o por la crisis de una nación.
El pasado 33 de enero se cumplieron 75 años de la subida al poder de Hitler como canciller de la República alemana. En Alemania se han multiplicado los análisis al respecto. En su edición del 10 de marzo, el semanario Der Spiegel ha dedicado una amplia sección a dilucidar “Por qué tantos alemanes se convirtieron en asesinos”. Los autores del reportaje barajan varias hipótesis. Entre ellas ocupa un lugar central la presión social. Por un lado, tanto la historia reciente (la omnipresente sombra de la humillación histórica y económica de Alemania tras la Primera guerra mundial) como la estrategia del partido nacionalsocialista (que había hecho de la cuestión judía un problema de Estado) habrían creado un ambiente de opinión favorable a la idea de que Alemania sólo podría resurgir en una lucha activa contra lo no germánico – particularmente, contra lo ajeno "infiltrado": los judíos. Esto podría explicar la a menudo débil respuesta social a los excesos antisemitas que comenzaron a resultar evidentes a partir de la Noche de los cristales rotos (9-10 de noviembre de 1938). Por otro lado, la presión del grupo –en particular, en el contexto militar– habría hecho que muchos diluyesen su responsabilidad personal en una abstracta obediencia a la ley; por no hablar de esa oscura complicidad en el mal a la que aludía Goebbels al afirmar que “la sangre une”.
Junto a los factores sociales, hay factores individuales. La estudiosa del genodicio Birthe Kundrus alude en ese mismo reportaje a la disposición a la violencia como una “constante antropológica”, que puede salir a la luz en situaciones límite. Hobbes había afrontado ese asunto con un pesimismo antropológico mayor: lo único que se podría esperar razonablemente del prójimo –a menos que se establezca el poder coercitivo del Estado– es violencia, intromisión, imposición. No estoy de acuerdo en este diagnóstico extremo. Sin embargo, la disposición a la violencia es real; se trata de la faceta negativa de la voluntad de ser y de vivir, del conatus que al ser humano le permite desarrollar un proyecto vital. Cara y cruz de lo humano: fue un jugoso tema de discusión durante el seminario de Antonio Sánchez Pato sobre la violencia, hace algunas semanas.
En cualquier caso, la hipótesis descartada es la insania. Los estudiosos suelen coincidir en que los principales responsables del Holocausto no eran perturbados; de los más de doscientos mil implicados en los asesinatos en masa, a lo sumo un diez por ciento pudieron haber sido sujetos de patologías psicológicas. La raíz está en la moralidad: en la corrupción de la moralidad. Bergman lo muestra con acierto. Las decisiones de algunos de los protagonistas de Vergüenza o de El huevo de la serpiente les hacen deslizarse poco a poco hacia la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. No eran perturbados; sin embargo, el rumbo de sus decisiones terminó por convertirles en seres alienados, alucinados. El resultado es una auténtica corrupción de la estructura personal. Una corrupción que espanta a aquél que no ha gustado el veneno.
En estos films –como suele suceder en la obra bergmaniana–, quienes asisten con horror a la génesis de la corrupción son mujeres (símbolo de la pureza, de la compasión, de la moral); en ambos casos, además, interpretadas por la misma actriz: Liv Ullmann. De Ullmann se trata también en esa otra película, Persona, cuya protagonista contempla con pavor una imagen del desalojo de los judíos del gueto de Varsovia: en la fotografía se ve a un niño, de no más de diez años, con miedo en los ojos y las manos levantadas ante los fusiles que le encañonan. En una imagen publicada en Der Spiegel aparece el personal femenino que se encargaba del orden en las cámaras de gas de Auschwitz: ríen, cantan y bailan despreocupadamente durante una excursión. La instantánea es sólo un año posterior (1944) a la foto del desalojo del gueto. “Cuando se dan las condiciones, se puede repetir esa explosión de violencia”, sostiene Kundrus, “no somos mejores que los que nos han precedido”. La serpiente aguarda siempre su momento. Su gran ventaja es que ignoremos que existe: aquí y ahora. Entre nosotros.
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En la imagen: deportación de los judíos del gueto de Varsovia (1943).
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asdf
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