La guerra es espejismo del regreso. Se piensa que favorecerá la vuelta a una situación previa –existida de
hecho o idealizada– que se desea ardientemente. Pero una vez estalla la guerra,
ese paraíso no llega nunca. En la primera guerra mundial, los jóvenes del
imperio austrohúngaro, inflamados de patriotismo, iban al frente pensando que
en pocas semanas volverían a casa; en la segunda, Adolf Hitler maquinó una
invasión relámpago que resolvería una delirante exigencia de espacio para la
raza aria; el 24 de febrero de 2022, Vladímir Putin anunció a sus conciudadanos
una operación estratégica que tardaría poco en tener éxito. Como dice Judith
Holofernes en una de sus canciones, “No sé cómo se acaba una guerra, / sólo
cómo se empieza”. Se siguen de ella hileras de muertos, poblaciones macilentas
y exhaustas, daños ingentes, desesperanza.
La guerra es espejismo de la paz. En su obra Sobre la
paz perpetua (1795), Immanuel Kant subrayó que una de las condiciones
ineludibles para poner las bases de la paz se encuentra en el modo de hacer la
guerra: las hostilidades no han de llegar a ser tales que imposibiliten la
confianza mutua. Romper los acuerdos, maltratar a los prisioneros o humillar a
las poblaciones vencidas siembra el germen de un nuevo conflicto. Así, las
reparaciones exigidas a Alemania tras la primera guerra mundial abonaron el
resentimiento de donde surgió el populismo nacionalsocialista. He aquí un
ejemplo paradigmático de cómo los conflictos bélicos generan su descendencia a
través del rencor de los vencidos; un rencor, sin embargo, difícilmente
evitable.
La guerra es espejismo de una causa humanitaria. En el mejor de los casos, con ella se defiende la vida y la dignidad de
personas queridas que, con razón, no se puede dejar en la estacada. Sin
embargo, en el otro bando también hay personas –militares y civiles– que se han
visto arrastradas a una situación de lucha. Las armas se descargan siempre
sobre seres humanos que en su mayor parte no han decidido empezar el conflicto.
Por ello son numerosos los relatos de militares que han visto con pavor las
propias manos manchadas de sangre de inocentes. Las memorias de Ron Kovic a
raíz de su participación en la guerra del Vietnam, llevadas al cine por Oliver
Stone en Nacido el 4 de julio (1989), constituyen un botón de muestra de
esa toma de conciencia.
Como sucede en los espejismos, en el caso de la guerra
justa hay una franja intermedia. Algunas guerras responden a situaciones donde
no reaccionar daría lugar a una injusticia aún más terrible. Hoy diríamos que
se trata de los conflictos iniciados por potencias totalitarias que persiguen
someter a sangre y fuego, hasta la aniquilación incluso, a determinadas
poblaciones. Por ello existe una venerable doctrina, cultivada desde la
Antigüedad y articulada en la Edad Media, sobre las condiciones que ha de
cumplir la legítima defensa.
Como en otros asuntos, el metro de platino iridiado se
halla en la obra de Tomás de Aquino. Son diversos los requisitos para que una
guerra pueda venir considerada legítima: entre ellos, que se trate de una de
defensa; que se desarrolle con probabilidad de éxito y como último recurso; que
se empleen medios proporcionales; que termine tan pronto como sea posible
restaurar la paz.
A esta luz, la invasión
de Ucrania por el gobierno de Putin no puede ser considerada justa bajo ningún
punto de vista. Se trata de un ataque desproporcionado, impulsado por un
delirante sueño imperial según el cual Rusia estaría encabezando la lucha
contra el perverso Occidente. Tampoco es justa la guerra desencadenada por el
gobierno de Benjamin Netanjahu en Palestina. Aunque constituye una reacción a
un execrable atentado terrorista de Hamás en el que murieron 850 israelíes, la
desproporción de los medios empleados –que ya han costado la vida a más de 45
000 palestinos– le ha privado de legitimidad hace ya tiempo. En ambos casos,
además, el encarnizamiento en la prosecución añade crueldad.
La doctrina mencionada permite moverse en el espacio de
niebla entre la oscuridad y la luz. Con ella se ha buscado hacer cuentas con la
realidad del mal en el mundo. De ahí que contraponer las políticas de defensa
al pacifismo resulte superficial. Una guerra tal sirve para evitar males
mayores –¿qué habría pasado si Hitler hubiese ganado la segunda guerra mundial?–
y constituye, pues, un mal menor. Sin embargo, no es en sí misma un bien que
haya de ser perseguido.
La reflexión teológica, en cuyo marco nació dicha doctrina, ofrece otras pistas. La vida de Jesús
muestra una vara de medida diferente. Su respuesta a una pregunta de Poncio
Pilato sirve como botón de muestra. Cínicamente interrogado sobre la inacción
de los suyos –si él era rey, por qué sus soldados no venían a auxiliarlo–,
Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). El bien no se
difunde imponiéndose por la fuerza. Es ajeno a la violencia; edifica y no
destruye. El bien deseable por sí mismo es la paz. Y, por ello,
“bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5, 9). Desde aquí se puede
enlazar con la teología de la paz en san Francisco de Asís, Bartolomé de las
Casas o Erasmo de Rotterdam y, en época más reciente, con autores como Dietrich
Bonhoeffer, Carl Friedrich von Weizsäcker, Eberhard Jüngel y Jürgen Moltmann, o
con el magisterio del Papa Francisco.