domingo, 13 de abril de 2025

El sombrío espejismo de la guerra justa

 

  











Un espejismo promete algo que no existe. En el desierto, es anuncio del agua de la que se tiene urgente necesidad. Pero se trata solo de una apariencia, de una visión halagadora que encubre el vacío. Nos engaña.

 

La guerra es espejismo del regreso. Se piensa que favorecerá la vuelta a una situación previa –existida de hecho o idealizada– que se desea ardientemente. Pero una vez estalla la guerra, ese paraíso no llega nunca. En la primera guerra mundial, los jóvenes del imperio austrohúngaro, inflamados de patriotismo, iban al frente pensando que en pocas semanas volverían a casa; en la segunda, Adolf Hitler maquinó una invasión relámpago que resolvería una delirante exigencia de espacio para la raza aria; el 24 de febrero de 2022, Vladímir Putin anunció a sus conciudadanos una operación estratégica que tardaría poco en tener éxito. Como dice Judith Holofernes en una de sus canciones, “No sé cómo se acaba una guerra, / sólo cómo se empieza”. Se siguen de ella hileras de muertos, poblaciones macilentas y exhaustas, daños ingentes, desesperanza.

La guerra es espejismo de la paz. En su obra Sobre la paz perpetua (1795), Immanuel Kant subrayó que una de las condiciones ineludibles para poner las bases de la paz se encuentra en el modo de hacer la guerra: las hostilidades no han de llegar a ser tales que imposibiliten la confianza mutua. Romper los acuerdos, maltratar a los prisioneros o humillar a las poblaciones vencidas siembra el germen de un nuevo conflicto. Así, las reparaciones exigidas a Alemania tras la primera guerra mundial abonaron el resentimiento de donde surgió el populismo nacionalsocialista. He aquí un ejemplo paradigmático de cómo los conflictos bélicos generan su descendencia a través del rencor de los vencidos; un rencor, sin embargo, difícilmente evitable.

 

La guerra es espejismo de una causa humanitaria. En el mejor de los casos, con ella se defiende la vida y la dignidad de personas queridas que, con razón, no se puede dejar en la estacada. Sin embargo, en el otro bando también hay personas –militares y civiles– que se han visto arrastradas a una situación de lucha. Las armas se descargan siempre sobre seres humanos que en su mayor parte no han decidido empezar el conflicto. Por ello son numerosos los relatos de militares que han visto con pavor las propias manos manchadas de sangre de inocentes. Las memorias de Ron Kovic a raíz de su participación en la guerra del Vietnam, llevadas al cine por Oliver Stone en Nacido el 4 de julio (1989), constituyen un botón de muestra de esa toma de conciencia.

Como sucede en los espejismos, en el caso de la guerra justa hay una franja intermedia. Algunas guerras responden a situaciones donde no reaccionar daría lugar a una injusticia aún más terrible. Hoy diríamos que se trata de los conflictos iniciados por potencias totalitarias que persiguen someter a sangre y fuego, hasta la aniquilación incluso, a determinadas poblaciones. Por ello existe una venerable doctrina, cultivada desde la Antigüedad y articulada en la Edad Media, sobre las condiciones que ha de cumplir la legítima defensa.

Como en otros asuntos, el metro de platino iridiado se halla en la obra de Tomás de Aquino. Son diversos los requisitos para que una guerra pueda venir considerada legítima: entre ellos, que se trate de una de defensa; que se desarrolle con probabilidad de éxito y como último recurso; que se empleen medios proporcionales; que termine tan pronto como sea posible restaurar la paz.

 

A esta luz, la invasión de Ucrania por el gobierno de Putin no puede ser considerada justa bajo ningún punto de vista. Se trata de un ataque desproporcionado, impulsado por un delirante sueño imperial según el cual Rusia estaría encabezando la lucha contra el perverso Occidente. Tampoco es justa la guerra desencadenada por el gobierno de Benjamin Netanjahu en Palestina. Aunque constituye una reacción a un execrable atentado terrorista de Hamás en el que murieron 850 israelíes, la desproporción de los medios empleados –que ya han costado la vida a más de 45 000 palestinos– le ha privado de legitimidad hace ya tiempo. En ambos casos, además, el encarnizamiento en la prosecución añade crueldad.

La doctrina mencionada permite moverse en el espacio de niebla entre la oscuridad y la luz. Con ella se ha buscado hacer cuentas con la realidad del mal en el mundo. De ahí que contraponer las políticas de defensa al pacifismo resulte superficial. Una guerra tal sirve para evitar males mayores –¿qué habría pasado si Hitler hubiese ganado la segunda guerra mundial?– y constituye, pues, un mal menor. Sin embargo, no es en sí misma un bien que haya de ser perseguido.

 

La reflexión teológica, en cuyo marco nació dicha doctrina, ofrece otras pistas. La vida de Jesús muestra una vara de medida diferente. Su respuesta a una pregunta de Poncio Pilato sirve como botón de muestra. Cínicamente interrogado sobre la inacción de los suyos –si él era rey, por qué sus soldados no venían a auxiliarlo–, Jesús respondió: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). El bien no se difunde imponiéndose por la fuerza. Es ajeno a la violencia; edifica y no destruye. El bien deseable por sí mismo es la paz. Y, por ello, “bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5, 9). Desde aquí se puede enlazar con la teología de la paz en san Francisco de Asís, Bartolomé de las Casas o Erasmo de Rotterdam y, en época más reciente, con autores como Dietrich Bonhoeffer, Carl Friedrich von Weizsäcker, Eberhard Jüngel y Jürgen Moltmann, o con el magisterio del Papa Francisco.

La paz no se construye por medio de la guerra. Las sociedades modernas han de crear las condiciones, sí, para defenderse en caso de ataque; las instancias políticas deben actuar de forma realista, sin escatimar recursos; si llega el caso, han de emplearlos de manera proporcionada y reparando en la población civil de todas las partes en conflicto. Socorrer a los seres queridos es honesto y valeroso: se trata entonces de una legítima defensa. No obstante, y a la misma vez, dicha defensa constituye el momento dialéctico de una realidad perversa, que hay que abordar en su raíz. Por sí misma, la guerra produce destrucción, pone obstáculos a la paz y conculca la dignidad humana. No existe la guerra justa: se trata sólo de un sombrío espejismo.

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Artículo propio publicado en la revista Cresol (enero-marzo de 2025, páginas 26-27). En la imagen, obra de Martha Rosler perteneciente a la serie Casa hermosa. Llevando la guerra al hogar (House Beautiful. Bringing the War Home, 1967-1972, Instituto Valenciano de Arte Moderno).