jueves, 7 de enero de 2010

Avatar














Ayer, y en buena compañía, asistí a la proyección de Avatar. Lo cierto es que el film me ha llamado la atención. No por la filigrana de sus efectos especiales: que la industria de animación llegaría a cotas de virtuosismo como las que aquí se exhiben se dejaba vaticinar ya, hace siete décadas, a partir de los delicados movimientos de Blancanieves en el film homónimo de Disney. No se trata de eso.

A mi modo de ver, Avatar plantea una pregunta importante: qué entendemos por progreso. En el film, qué significa progresar queda encarnado por la tribu indígena y por los humanos que se unen a su causa frente a la voracidad depredadora de los invasores. Los indígenas no quedan retratados en términos ingenuos; disiento, en este punto, de una penetrante crítica escrita por Juan Manuel de Prada en Abc. Ellos se sirven de la Naturaleza, la utilizan – eso sí, con la conciencia viva y agradecida de ser sus deudores. El trasfondo panteísta de la trama queda hábilmente diluido en una vaga concepción espiritualizada de la Naturaleza: los miembros de la tribu se saben conectados, entre sí y con el mundo que les rodea, por lazos espirituales que resulta preciso cultivar. ¡Y qué necesario resulta, en nuestra sociedad, atender al sentido de la tierra, contemplar el mundo en su despliegue natural para desplegar nosotros nuestra interioridad!

La estructura del film recoge, además, uno de los temas clásicos de la cinematografía: la lucha por las causas perdidas. A menudo soslayamos lo que podríamos hacer de grande y bueno porque estamos absorbidos por nuestras mezquindades. La peripecia del protagonista puede ser leída, a esta luz, como un segundo nacimiento posibilitado por el encuentro con la Naturaleza y el amor. Atreverse a arriesgar por aquello que lo merece, aunque no tengamos garantías de ganar: he aquí una de las enseñanzas que el acomodamiento propio de nuestra sociedad nos hurta de continuo.

En Avatar hallamos algunos destellos de lo mejor que una obra de la imaginación puede transmitir. Súmese a ello su fulgurante envoltorio virtual: no es poco para una tarde de palomitas en un cine a rebosar.
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En la imagen: imagen promocional de Avatar (James Cameron, 2009). Fuente: peliculas.info.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, don Pedro:

Creo que lo has resumido perfectamente cuando escribiste que "a menudo soslayamos lo que podríamos hacer de grande y bueno porque estamos absorbidos por nuestras mezquindades".

Se me ocurre también que la sociedad no nos deja muchas alternativas. Respetaríamos y valoraríamos más nuestro mundo si lo conociéramos mejor. Y ahí veo el problema: ¿qué persona a partir de los treinta años se puede permitir el lujo de abandonar el trabajo, la casa y la familia (o irse con la familia también) y recorrer las fascinantes rutas que pocos siguen ya hoy? ¿Quién pagaría los impuestos de la casa, de qué vivirían esas personas mientras tanto, qué suerte les esperaría a esos nómadas felices al regresar al hogar, etc.? A veces apelar al sentido común es ir contra el propio sentido común, pero parece que la sociedad está pensada para neutralizar las buenas intenciones y nos obliga a seguir ocupados en nuestra mezquina rutina: pagar el IRPF, terminar un día la hipoteca, ir al partido de fútbol el domingo, acudir sin falta a la reunión de trabajo, hacer gasto en las rebajas...

Las rutas siguen ahí. Pero da miedo adentrarse. Sin duda, cuanto más cómoda es nuestra sociedad, más difícil resulta salir de ella. Y lo que nos perdemos es tanto y tan bello: la sabiduría, vivir plenamente una vida, conocer el amor y el amor a la vida lejos de la comodidad y la cuestionable seguridad de nuestra casa, hacer hogar en cualquier sitio y prescindir luego de él por ser una idea falsa (aunque aceptada sin más), aprender que podemos prescindir de la mayoría de nuestras pertenencias (cuántas veces no habré deseado desprenderme de tanta "basura necesaria")... Deseamos un cambio. Creo que muchos queremos mudar la piel y respirar con fuerza. La vuelta a la Naturaleza llegará pronto. No podemos olvidar que somos animales y que, como animales, nuestro lugar es la naturaleza. Estas ciudades monstruosas que se levantan hacia el cielo y que tanto asombro y maravilla nos producen también se abandonarán.

La mayor sofisticación consistirá en lograr un equilibrio entre la naturaleza y nuestra condición humana. Un rascacielos no es un edificio sofisticado: es una cárcel vertical que nos aisla del mundo. No he visto aún AVATAR, pero por las imágenes de la película que se han visto en televisión no parece que la tribu indígena viva hacinada en una metrópoli.

Sin embargo, creo que la ideología que mueve AVATAR sólo puede hacerse realidad en un mundo menos convulso que el nuestro. Mientras haya personas dispuestas a matarnos por no ser como ellos, ¿qué otra cosa puede hacer el hombre occidental que seguir levantando fortines de cristal y acero donde sentirse a salvo de tantas amenazas que no entiende ni merece?

Un abrazo,
Rafael.

Alejandro Martín dijo...

Querido Pedro: cuánto envidio tu capacidad de encontrarle el lado bueno a todo. Yo, en cambio, veo en la película sobre todo (y eso a pesar de que me lo pasé muy bien viéndola) una impugnación de la cultura occidental y una expresión más del odio que el hombre contemporáneo siente contra sí mismo (contra su historia, sus valores, sus formas de vida...), llevado al paroxismo en la película por el "cambio de cuerpo" del protagonista. Si tienes tiempo y ganas, le dediqué una entrada a este asunto:
http://amartinnavarro.blogspot.com/2010/01/naturaleza-y-cultura-avatar.html
Un saludo