lunes, 24 de marzo de 2008

Nos va la vida en ello


Cuando en España –lunes de Resurrección– enmudecen las saetas y el fragor de las procesiones, no puedo evitar reflexionar sobre los fastos recientes. Viendo alguna retransmisión de las procesiones, observé en mí alguna pulsión subrepticiamente incrédula. Y es que la hipérbole despierta en mí una tendencia visceral al equilibrio que puede llegar a ser iconoclasta. Pero ese tipo de excesos no deja de ser, al fin y al cabo, manifestación de un folklore disculpable. Más serio es que realmente se crea lo que se dice. ¡Cuántas declaraciones de amor filial! ¡Cuántas muestras –se afirma– de profunda fe! ¡Y qué impresionante panorama... si todas fueran ciertas! Si así fuese, nuestro país rebosaría de verdaderos santos. De hombres y mujeres que con su fe trasladarían montañas y harían germinar, aquí y ahora, el Reino de Dios en una increíble, magnífica floración. Pero no es así. Nuestra sociedad –como todas las sociedades del mundo– está entreverada de grandezas y miserias, de heroicidades y bajezas. Si cabe, las últimas décadas están mostrando una triste tendencia hacia el individualismo en sus distintas facetas (egoísta, hedonista o nacionalista, todas ellas vertientes de una misma indiferencia ante lo ajeno); frente a esa tendencia, el auge de las ONGs y de la solidaridad con el Tercer Mundo –por ejemplo– sigue siendo un índice esperanzador en la dirección opuesta. Tira y afloja: la lucha interna en el seno de nuestras vidas y de nuestras colectividades. Esto es lo real. En el almibarado recital de los últimos días hay paja que está destinada a arder en la hoguera de las dificultades cotidianas; y, mezclada con la paja, hay mucha fe robusta que se alimenta del misterio de la Pasión de Cristo. También hay fe vacilante, quebradiza, que encuentra en esas manifestaciones de religiosidad un sustento adecuado y necesario. La ciudad terrena y la ciudad de Dios se hallan íntima e indisolublemente entrelazadas en la Historia, y como tales desfilan por nuestras calles al acercarse la Primavera. Pero, en realidad, todo comienza cuando la Semana termina. Más allá del Domingo de Resurrección. Cuando los ecos de las procesiones enmudecen. Creo sinceramente que el Resucitado desea habitar entre nosotros para darnos, tal y como prometió, vida en abundancia. Día a día. La vida donada por Cristo el Viernes Santo. Ahí está la clave. Y ahí sí que nos la jugamos: nos va la vida en ello.

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En la imagen: detalle del Descendimiento pintado por Roger van der Weyden hacia 1435 (Museo Nacional del Prado, Madrid).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace tiempo que no leía tu blog y hoy me estoy "entreteniendo" en hacerlo. Me extraña que aquí no haya nigún comentario ¿Acaso no hay nadie que esté de acuerdo contigo sobre todo en lo último que dices? Pues yo si