lunes, 23 de febrero de 2009

La dimisión y el tendero kantiano



He estado a punto de publicar esta entrada movido por el optimismo. Que un ministro envuelto en un escándalo dimita constituye, en principio, un signo de normalidad democrática: esa normalidad que tan rara parece en los últimos tiempos y que tanto deseamos en nuestro país. Ha tenido que aumentar –hasta niveles inéditos– la tensión entre la Judicatura y el ministerio de Justicia, y han debido salir a la luz irregularidades legales de distinta laya (caza sin licencia, connivencia aparente con el poder judicial) para que se imponga la cordura. Se trata de un sano ejercicio de autocrítica del ministro en cuestión.

Pero, como digo, me estoy dejando llevar por el optimismo. Y el buen Kant me disuade de ello. La imagen del tendero, con la que el filósofo prusiano ilustra la centralidad del deber en la acción moral (primer capítulo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1785), resuena aquí con evidente cercanía. Imaginemos un comerciante que aplica a sus productos la tarifa usual de precios, sin elevar la plusvalía de forma arbitraria; aparentemente, actúa conforme a la moral. Ahora bien: puede ser que este tendero no lo esté haciendo porque sea honrado, sino porque elevar los precios le restaría clientela. Esta sencilla imagen, que mis queridos estudiantes de Ética fundamental suelen acoger con interés, ilustra perfectamente las luces y las sombras del caso.

Ojalá brotase la dimisión susodicha de un reparo ético, de una metamorfosis de la intención. Pero los indicios dan al traste con tan felices augurios. El ex ministro los desmiente con impenitentes declaraciones. Y la estrategia política sugiere que lo que molestaba no era la inmoralidad (manifiesta o aparente), sino sus consecuencias electorales en los procesos de Galicia y Euskadi: las fotos y el trasfondo de la dichosa cacería presentaban demasiados resabios caciquiles como para seguir permitiendo que erosionasen la imagen del partido. Ay: de nuevo, el tendero deshonesto.

Al menos, la luz y los taquígrafos han traído consigo la reprobación, por muy interesada que ésta sea. Y aquí, de nuevo, el filósofo de Königsberg nos da una clave de lectura (esta vez, en Idea para una historia universal en clave cosmopolita, 1784): en una sociedad abierta, incluso la megalomanía de los gobernantes –aun cuando sólo les interesase preservar su cuota de poder– ha de contribuir al bien de los ciudadanos. La extremadamente complicada realización de este principio se entreteje con la irregular historia de nuestra democracia.

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En la imagen: “El baile de los zapatos de colores”, por Inti (fuente: www.flickr.com).

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