martes, 16 de febrero de 2010

Vancouver 2010


















Durante la mañana del pasado sábado, mientras entrenaba en el gimnasio, tuve ocasión de ver parte de la gala de apertura de los Juegos olímpicos de invierno. Con una panorámica frontal, la cámara captaba la entrada en el estadio de cada una de las delegaciones de los distintos países; planos de grupo mostraban la alegría de los atletas, alternándose con perspectivas generales del coliseo abarrotado, en un magnífico espectáculo multicultural.

Allí estaban (casi) todos. Conforme aparecían las comitivas nacionales, pensaba en los referentes culturales que conozco de cada país. ¡De cuánta sabiduría y cuánta ciencia somos herederos! Evocaba también los dramas que afligen a algunos de ellos: la escasamente representada Islandia, sumida en una crisis financiera que ha puesto en aprietos la estructura básica del Estado; el nutrido grupo del Japón, país en el que las dificultades económicas han contribuido a subrayar la ya crónica patología suicida…

Todos ellos desfilaban ágilmente, en un derroche de vitalidad y simpatía. Y he pensado en la dimensión lúdica y recreativa del deporte. Más allá del juego, el deporte nos recrea. En espectáculos como éste se refleja algo de la naturaleza primigenia del ser humano: llamado a compartir gozosamente el ser y el dar de sí, a aplaudir y dejarse aplaudir, a querer y dejarse querer.
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En la imagen: “German-house-opening-ceremony”, por kk+ (flickr.com).

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