viernes, 30 de noviembre de 2007

Sobre la mirada

















El pasado lunes mantuve una muy interesante conversación con Enrique. Hizo él referencia a la banda sonora de una película, en la que aparecía una versión musical del salmo 32: Exultate iusti in Domino. Como sobre otros temas, Enrique tiene una asombrosa cultura por lo que a las BSO se refiere. Pues bien, el pensamiento contenido en ese versículo me llama poderosamente la atención. Exultate iusti. A primera vista parecería tratarse de una exhortación algo moralista, un tanto fatua, dirigida a la élite de los selectos que lo hacen todo “como Dios manda”: ésos pueden y deben – parécese decir – regocijarse en el Señor. Casi se los imagina uno en sus mullidos sillones, exultando en la plenitud de sus carnes blandas y fumando un habano castrista con la satisfacción del deber cumplido – cual comerciantes exitosos que contemplan su buena estrella como signo de la predestinación divina (Calvino dixit, Weber completavit). Justos aburguesados, a fin de cuentas. Ahora bien, la exhortación del salmo no tiene mucho que ver con ese tipo de conciencias aquietadas, y Dios no parece poder ser esa especie de macrobanquero (aun sin gomina) que reparte beneficios a sus accionistas fieles. Como suele ocurrir, la tendencia – muy humana por otra parte – a traducir el hecho cristiano en los moldes de la retribución moral espontánea (do ut des) nos juega una mala pasada. Exultate iusti in Domino. ¿Qué significa “exultar en el Señor”…? Para la mentalidad veterotestamentaria, implica hacer memoria de las obras cumplidas por Dios en la Historia (general de la Humanidad) y en la historia (particular del individuo). Ahora bien, para hacer esa anamnesis – para contemplar – se precisa una cierta cualidad de la mirada: si tu ojo está sano, todo será luminoso (Lc 6, 22). ¿Cómo llamaremos a esa cualidad? ¿“Pureza” quizá…? Pero entonces nos arriesgaríamos a caer de nuevo en las redes del capitalismo moral: los puros (quizá, sobre todo, en materia sexual) serían los magnates del parqué. ¿“Rectitud” entonces? Correríamos el mismo riesgo. Quizá sea mejor acudir a situaciones que describan lo que las palabras sólo (equívocamente) sugieren. En A los que aman, Isabel Coixet presenta un personaje femenino que me resultó impactante. En trance de muerte, la protagonista alude al modo en que ha vivido: ‘quise que mi vida fuera luminosa, pero todo en torno a mí era oscuridad’. Una vida luminosa. La importancia de la mirada limpia sobre el mundo. Wim Wenders ha dedicado una película (irregular y maravillosa) a este asunto: Tan lejos, tan cerca (continuación de El cielo sobre Berlín). Muchos hombres – dice Natassia Kinski, transmutada en ángel sentado sobre la Puerta de Brandenburgo – han perdido la mirada adecuada sobre el mundo; por ese motivo, se han convertido en seres oscuros, que no contemplan nada y no escuchan a nadie (si tu ojo es oscuro, ¡qué oscuridad no habrá en ti!). Mirar con pureza el mundo implica, entre otras cosas, estar abierto al asombro. Como un niño. Hace poco se lo comentaba a mis alumnos: sólo alguien que se acerca a la realidad con la limpieza desprejuiciada de un niño puede siquiera plantearse las grandes preguntas. Porque plantearse los interrogantes últimos (como quién es el ser humano o quién soy yo) implica desmarcarse de las rutinas creadas por los hábitos teóricos y prácticos. Peter Handke lo expresa muy bellamente: cuando el niño era niño, era el tiempo de las grandes preguntas (“¿Por qué yo soy yo y no soy tú? ¿Por qué estoy aquí y no allá? ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio? ¿Acaso la vida bajo el sol es tan solo un sueño? ¿Existe de verdad el mal y gente que en verdad es mala…?”). Los que dan cabida a esa mirada limpia experimentan el asombro y la alegría. Remitiéndose a Bach, Bergman habla en sus memorias de lo que denomina su alegría: el gozo que ha experimentado en el contacto con las cosas, y que sólo pareció fallarle alguna vez al final de su vida (“Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”). Qué importante es la limpieza de la mirada. Quien la tiene exulta, y es bienaventurado. Exultate iusti in Domino. Esa exultación está relacionada con la moralidad en su sentido más hondo. Entraña una “fe racional” en la inteligibilidad del mundo, que a su vez constituye la base para un talante moral. Y esta idea sí que pertenece a la “albañilería kantiana” (gracias, Ángel). Quien vive de ese modo – escribe Kant – cree para obrar rectamente, obra rectamente para creer con alegría. Exultad, justos, en el Señor. Et gloriamini omnes recti corde.

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El poema de Peter Handke “La canción de la niñez” (Das Lied vom Kindsein) está traducido al español por Gabriela Fanzone y disponible en red (http://www.seikilos.com.ar/Handke.html). Fue incluido por Wim Wenders en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin); impagable resulta escuchar a Bruno Ganz recitando esos versos (mp3 disponible también en esa página). La cita de Ingmar Bergman proviene de su libro Linterna mágica (Tusquets editores, Barcelona 2001, p. 53). El pasaje kantiano procede del poema que Kant dedicó a Theodor Christoph Lilienthal tras el fallecimiento de éste el 17 de marzo de 1782: “Profunda oscuridad cubre lo que sigue tras la muerte; / de lo que nos corresponde hacer: sólo de eso estamos ciertos. / No hay muerte que pueda arrebatar la esperanza a quien – como Lilienthal – / cree para obrar rectamente, obra rectamente para creer con alegría.” (Ak XVII 397). En la imagen: Natassia Kinski en Tan lejos, tan cerca (In weiter Ferne, so nah!, 1993).

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