La lectura depara, en ocasiones, grandes sorpresas. Una de ellas consiste en descubrir tesoros compartidos. Hay veces en las que se lee a un autor para descubrir, con emoción, que ha transitado por los mismos caminos que uno mismo, que ha albergado las mismas dudas y preocupaciones, que contempla los mismos paisajes intelectuales o espirituales. A menudo experimento esa sensación leyendo la columna semanal de Andrés Ibáñez en ABCD. Este sábado nos ha regalado algunas reflexiones sobre las edades del hombre y el tiempo (muy apropiado, tratándose del primer sábado del año). “La ansiedad es la maldición de la juventud”, escribe Ibáñez. Y la caracteriza como el deseo irrefrenable de ver cosas, conocer gente, hacer, lograr, triunfar, entrar. Me reconozco en ese diagnóstico: se trata de la aspiración a conquistar horizontes lejanos; y es uno de los motores de la Historia. “A partir de los cuarenta años, aparece otro nuevo tipo de maldición: la desilusión. Ambas, ansiedad y desilusión, se complementan. La primera surge de la convicción de que somos seres únicos, la segunda del descubrimiento de que somos seres como los demás. (...) El joven debe aprender a vencer su propia ansiedad, y el hombre y la mujer maduros a vencer su desilusión”.
En la segunda parte del artículo, Ibáñez afronta algunas reflexiones sobre la ambigüedad del tiempo: “Me asombra que ‘media hora’, por ejemplo, designe el mismo ‘tiempo’ que dura la quinta sinfonía de Beethoven y el ‘tiempo’ de hacer una tortilla de patatas. ¿Cómo pueden ambas medidas ser la misma?” Afirma a continuación que “ese tiempo lineal, medido con números y organizado de manera consecutiva como a lo largo de una cinta métrica, tiene muy poco que ver con la forma en que nuestra psique vive y registra las cosas”. Por ese motivo, “no creo que el tiempo tenga mucho que ver con nuestra realidad interna”. Creo no poder estar de acuerdo con Ibáñez en este punto. Por supuesto que ese tiempo lineal – lo he llamado “extensivo” en otros lugares – no tiene demasiado que ver con las vivencias humanas. Pero es que el tiempo humano no se identifica con esa métrica; ésta, a lo sumo, es la esquematización geométrico-matemática del discurrir. El tiempo humano no es extensivo, es “intensivo”. En cada instante de mi presente está contenido todo el tiempo anterior y se halla proyectado mi futuro.
Aquí vuelvo a coincidir con Ibáñez, que termina su artículo refiriéndose a una vivencia – la nostalgia – con la que viene a refrendar esta segunda concepción del tiempo. “Solemos interpretar la nostalgia como la tristeza por lo perdido, pero también hay una nostalgia del presente, como la hay del futuro. Tener nostalgia es sentir que hay una forma más profunda y verdadera de vivir que se nos escapa”. Me viene a la memoria lo que Albert Schweitzer escribió sobre Johann Sebastian Bach. Encuentro enseguida la cita en un hermoso libro, destinado al público juvenil, que Everest dedicó a Bach con motivo del tercer aniversario de su nacimiento (1985). A pesar de ser aún un niño, leer aquella cita me impresionó vivamente: “Este hombre sano y robusto,” decía Schweitzer, “que vivía rodeado por el afecto de una gran familia, que era la encarnación misma de la energía y de la afectividad, que tenía incluso una pronunciada afición por el humorismo, sentía en el fondo de su alma el intenso deseo, el ansia anhelante, la Sehnsucht del descanso eterno, y conocía, como jamás ser humano la ha conocido, la nostalgia de la muerte. Nunca esa nostalgia de la muerte ha sido traducida en música de una manera tan conmovedora”. Esa vivencia – la del anhelo de plenitud – demuestra con rotundidad que la experiencia humana del tiempo va más allá de la temporalidad de las cosas o de los estados de conciencia de los animales. Gracias a ella, el mundo vivido y lo porvenir se funden en nosotros, como realidades que fructifican o como semillas latentes. Ambas convergen en nuestro presente: el único momento del que realmente disponemos. El presente: momento, como señala Ibáñez, en el que “siempre estamos en la plenitud de la vida, porque siempre estamos vivos”.
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En la imagen: “La persistencia de la memoria”, de Salvador Dalí (1931, Museum of Modern Art, Nueva York).
En la segunda parte del artículo, Ibáñez afronta algunas reflexiones sobre la ambigüedad del tiempo: “Me asombra que ‘media hora’, por ejemplo, designe el mismo ‘tiempo’ que dura la quinta sinfonía de Beethoven y el ‘tiempo’ de hacer una tortilla de patatas. ¿Cómo pueden ambas medidas ser la misma?” Afirma a continuación que “ese tiempo lineal, medido con números y organizado de manera consecutiva como a lo largo de una cinta métrica, tiene muy poco que ver con la forma en que nuestra psique vive y registra las cosas”. Por ese motivo, “no creo que el tiempo tenga mucho que ver con nuestra realidad interna”. Creo no poder estar de acuerdo con Ibáñez en este punto. Por supuesto que ese tiempo lineal – lo he llamado “extensivo” en otros lugares – no tiene demasiado que ver con las vivencias humanas. Pero es que el tiempo humano no se identifica con esa métrica; ésta, a lo sumo, es la esquematización geométrico-matemática del discurrir. El tiempo humano no es extensivo, es “intensivo”. En cada instante de mi presente está contenido todo el tiempo anterior y se halla proyectado mi futuro.
Aquí vuelvo a coincidir con Ibáñez, que termina su artículo refiriéndose a una vivencia – la nostalgia – con la que viene a refrendar esta segunda concepción del tiempo. “Solemos interpretar la nostalgia como la tristeza por lo perdido, pero también hay una nostalgia del presente, como la hay del futuro. Tener nostalgia es sentir que hay una forma más profunda y verdadera de vivir que se nos escapa”. Me viene a la memoria lo que Albert Schweitzer escribió sobre Johann Sebastian Bach. Encuentro enseguida la cita en un hermoso libro, destinado al público juvenil, que Everest dedicó a Bach con motivo del tercer aniversario de su nacimiento (1985). A pesar de ser aún un niño, leer aquella cita me impresionó vivamente: “Este hombre sano y robusto,” decía Schweitzer, “que vivía rodeado por el afecto de una gran familia, que era la encarnación misma de la energía y de la afectividad, que tenía incluso una pronunciada afición por el humorismo, sentía en el fondo de su alma el intenso deseo, el ansia anhelante, la Sehnsucht del descanso eterno, y conocía, como jamás ser humano la ha conocido, la nostalgia de la muerte. Nunca esa nostalgia de la muerte ha sido traducida en música de una manera tan conmovedora”. Esa vivencia – la del anhelo de plenitud – demuestra con rotundidad que la experiencia humana del tiempo va más allá de la temporalidad de las cosas o de los estados de conciencia de los animales. Gracias a ella, el mundo vivido y lo porvenir se funden en nosotros, como realidades que fructifican o como semillas latentes. Ambas convergen en nuestro presente: el único momento del que realmente disponemos. El presente: momento, como señala Ibáñez, en el que “siempre estamos en la plenitud de la vida, porque siempre estamos vivos”.
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En la imagen: “La persistencia de la memoria”, de Salvador Dalí (1931, Museum of Modern Art, Nueva York).
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