lunes, 21 de enero de 2008

Algo que se esconde tras la niebla


Recientemente vi de nuevo Lo que el viento se llevó. Admira comprobar lo bien que ha envejecido esta película. Más aún si se compara con la factura de otras (grandes) producciones del momento. Tanto la planificación como el montaje hacen gala de una destreza cinematográfica que aún hoy fascina (con la excepción, a mi modo de ver, de la manía por la omnipresente música ambiental, regusto quizá de la época muda del cinematógrafo). Por otra parte, la estructura psicológica de los personajes logra niveles notables de penetración. ¿Quién no ha contemplado con cierta complicidad la sagaz ambición de la encantadora Escarlata O’Hara...? Se trata de un personaje perfilado en gamas de gris, como la vida misma: capaz de heroísmo altruista – arriesga su vida en defensa de Melania Hamilton y de su hijo – pero también de abyecta bajeza – no duda en contratar a presidiarios en régimen esclavista con tal de abaratar los precios en su recién estrenada serrería. Asistimos a su pasión imposible por Ashley Wilkes, a sus casamientos sin amor, a sus devaneos con el capitán Butler, a la decadencia y recuperación de Tara.

Hay una escena que me llama poderosamente la atención. Escarlata ha contraído (terceras) nupcias con Rhett Butler; deja definitivamente atrás el espectro del hambre y la incertidumbre, y se siente protegida por un hombre que le concede todos los caprichos. Sin embargo, no deja de sufrir pesadillas. En sus sueños – le dice a Rhett – corre y corre detrás de algo que se esconde tras la niebla, algo que no alcanza a encontrar... Hermosa alegoría. La felicidad es algo así. Ni siquiera en los planteamientos materialistas – que hoy encuentran notable predicamento en nuestro país, de la mano de divulgadores como Punset – la felicidad llega a ser concebida como una magnitud fisiológica o neurológica aferrable. No puede serlo: se trata de una realidad existencial humana; como tal, pende del hilo de nuestra libertad... y de las circunstancias. Pero el sólo hecho de que el ser humano se plantee la cuestión de la felicidad resulta enormemente significativo.

Sólo las personas – o: los seres dotados de reflexividad – pueden proyectar su vida sobre el horizonte del futuro. Sólo la existencia humana admite ficciones – como la libertad o el amor – por cuya prosecución el hombre se supera a sí mismo. Hans Vaihinger reflexionó ampliamente sobre el valor de esas ficciones en su obra La filosofía del “como si” (1904). Las consideraba privadas de toda existencia real e incluía entre ellas conceptos tan dispares como ‘materia’, ‘alma’ o ‘Dios’. No estoy de acuerdo con él en esa visión positivista. Sin embargo, sí me parece acertado el enorme valor que concede a la ficción en la existencia humana. Existen ideas, horizontes teóricos y prácticos, que nos mueven a la acción y nos ayudan a ser más de lo que somos. Con independencia de que se logre alcanzar o no el horizonte anhelado, su búsqueda nos hace mejores. Es aquí donde se enmarca el concepto de ‘felicidad’. Buscando la felicidad – la vida lograda, la vida auténtica – ponemos en juego lo mejor de nosotros mismos. Aunque ella juegue al escondite con nosotros. En sustraerla a las sombras (en desvelarla), el ser humano cincela su mejor obra de arte: su propia existencia. Sin esa tarea y sin ese esfuerzo, también su propia vida permanecería oculta tras la niebla.
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En la imagen: Clark Gable y Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó (Victor Fleming / Sam Wood / George Cukor, Estados Unidos 1939).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fantástico, no se puede mejorar