lunes, 16 de junio de 2008

AI y la fugacidad



He visto recientemente una película emocionante. Se trata de AI. Inteligencia artificial, dirigida por Steven Spielberg. No esperaba tanto. El relato está bien narrado, con ciertos altibajos e incoherencias argumentales pero manteniendo el pulso de un maestro. La presencia de Haley Joel Osment es un acierto; como la música sotto voce de John Williams. Pero lo mejor de todo –tal y como Bea me había dicho– es la profusión y calidad de las prolongaciones, teóricas y prácticas, de lo que ahí se cuenta.

La trama se desarrolla en un futuro no muy lejano, tras la inundación de las grandes ciudades costeras por la subida del nivel de los océanos y el vertiginoso desarrollo de la robótica. Los robots cubren sobradamente multitud de necesidades –desde las más ordinarias hasta las de acompañamiento (baby-sitters) y afecto (amantes)–. Pero un científico visionario (interpretado por William Hurt) quiere ir más lejos: se trata ahora de conseguir robots con autoconciencia, capaces de amar. Éste es el arranque argumental del film. A partir de aquí, se desgrana una serie de desarrollos centrados en el primer ejemplar de una nueva serie de robots: el pequeño David. El problema es que el experimento sale bien: David es, realmente, autoconsciente, se concibe a sí mismo como una persona, y es capaz de amar –con el amor, dependiente y necesitado, de un niño– a sus seres cercanos y, en particular, a su madre.

Una de las grandes virtudes de la película es el modo, sintético y nuclear, en que presenta la dimensión específicamente humana. Los robots creados hasta el momento simulan todo tipo de procesos psicológicos, desde los relacionados con la inteligencia abstracta hasta los puramente emocionales. En cambio, David es consciente de sí mismo, de forma reflexiva; y es esta cualidad –un qualia, en cierto sentido inaferrable, pero condición de posibilidad de la subjetividad– la que le pone en situación de amar. Más aún: la existencia de subjetividad (y, por lo tanto, de interioridad) hace necesario el amor de los demás. David no podrá llegar a ser plenamente humano –y ésta es su súplica desesperada– hasta que se sienta amado. Esto nos lleva, de nuevo, a la estructura de la persona: una estructura dinámica, en construcción, cuyo progreso precisa del feed-back de los otros, de la relación, de la caricia, de la palabra, del amor. Tras estas consideraciones, que integran la trama de la película, se encuentra parte del conocimiento sobre el ser humano que hemos acumulado durante siglos de experiencia y reflexión.

También asoman cuestiones de otro tipo. Los amigos de su hermano se burlan de David porque no es orgánico sino mecánico, no tiene huesos, tejidos y sangre sino microchips. El espectador percibe, que en realidad, eso no es esencial: David es una persona. Está claro que se trata de ciencia-ficción. No tenemos la más pálida idea de cómo se produce la autoconciencia reflexiva (y, con ella, la dimensión subjetiva y la personalidad). Hasta ahora, sólo sabemos producirla de un modo: reproduciéndonos. Sin embargo, el argumento funciona a modo de Gedankenexperiment, de experimento mental. Lo que importa no es el órgano que da lugar a los procesos, sino la realización efectiva de funciones: es la perspectiva del funcionalismo actual en filosofía de la mente.

El sino de David es muy triste. Está condenado a ver desaparecer a los seres humanos que ama, mientras que él seguirá existiendo; resuena aquí el eco de aquella otra maravillosa película, Los inmortales (Highlander). Y es que nuestra existencia en este mundo es fugaz. De una fugacidad que hiere en algunas escenas del film. Por eso nos deja con un regusto amargo. Es, como decía Diego, el precio de nuestra autoconciencia.

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En la imagen: Haley Joel Osment y Frances O’Connor en un fotograma de AI.Inteligencia artificial (Artificial Intelligence), dirigida por Steven Spielberg (EEUU, 2001). Fuente: www.filmcritic.com.

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